Loza de Reus con nave templaria


Continuando con el mundo de las anécdotas y amparándome en ese privilegio que proporciona siempre aquél eterno burlón que es el genio inquisitivo de la especulación, y de manera similar a como en la entrada anterior exponía esa, cuando menos curiosa circunstancia, relativa a la coincidencia de los colores ajedrezados del estandarte de Almanzor, los mismos que con posterioridad adoptaron los caballeros templarios para su famoso beauceant, no deja de sorprenderme el hallazgo de una no menos intrigante loza o plato, que no hace mucho tiempo descubrí casualmente, cuando husmeaba como un sanguino hurón –en realidad, iba buscando ciertos detalles relativos a determinados maestros flamencos, ajenos, cuando menos y que yo sepa, a la Orden del Temple y su mediática historia-, deambulando prácticamente en solitario por los claroscuros de unas salas inusualmente silenciosas y con apenas visitantes para ser un día festivo, situadas en el corazón de ese osario histórico-artístico a gran escala que es el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. La loza, no obstante los pormenores desconocidos de su vida –si tal expresión puede aplicarse a un objeto, aun con permiso de los psicometristas y el sentido común, que aporta el carbono 14, aun sin ser definitivo-, estaba en bastante buen estado, teniendo en cuenta los cerca de seis siglos de venerable longevidad que, según la etiqueta situada también dentro de la vitrina que la contenía, manifestaba, de igual manera que el carnet de identidad lo hace con una persona, aunque sin especificar día, mes y año de nacimiento pero sí ese detalle de ambigua eternidad que conlleva siempre y bajo mi punto de vista, la palabra siglo. En efecto, fechada, pues, en el siglo XV y siendo su procedencia la localidad tarraconense de Reus (1), el plato destaca por mostrar un motivo, que siempre, especulativamente hablando, no lo olvidemos, recuerda –y en este caso tan particular del tema que nos ocupa, nunca mejor recibida la palabra recuerdo-, la posible pervivencia, cuando menos en la memoria popular, de una Orden del Temple, que aunque disuelta un siglo antes, aproximadamente, sobrevivió no sólo como Orden de Cristo en la vecina Portugal del rey Don Leonís, sino también en la clandestinidad, luciendo sus símbolos las carabelas hispano-lusas que adentrándose en esa terrible Mar Océana arribaron al Nuevo Mundo, derribando, de paso y para siempre, el temido tabú del Non Plus Ultra, generando multitud de leyendas, con mayor o menor fondo de veracidad, planteando, así mismo, preguntas que todavía no han sido satisfactoriamente explicadas por los historiadores modernos, como la procedencia de los mapas de Cristóbal Colón y el destino de la flota templaria que, como se sabe, consiguió zafarse espectacularmente de las garras del rey francés Felipe IV el Hermoso, poniendo a buen recaudo el supuesto y exhorbitante tesoro de la Orden.


(1) No olvidemos, que el Temple tuvo, según parece, una importante presencia en Tarragona, como lo demuestran sus huellas en lugares como Barberá de Conca, Vallfogona o el santuario de Bell-Lloc, en Santa Coloma de Queralt.

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