jueves, 29 de mayo de 2014

Villalba de los Alcores: Santa María del Temple



Valladolid y su provincia, también fueron un pródigo feudo de templarios en tiempos, y aunque muy reformadas, e incluso bastante deterioradas en la actualidad, ofrecen, no obstante, algunas reliquias arquitectónicas que conservan, después de todo, un digno testimonio de interés y alientan a continuar buscando la sombra, alargada y terriblemente escurridiza, de tan notables caballeros. Uno de tales lugares, se localiza en la localidad de Villalba de los Alcores, así como en la bohemia estampa que presenta la semi arruinada iglesia de Santa María del Templo o del Temple.
Si bien parece ser que tanto templarios como hospitalarios compartieron protagonismo en ésta hermosa villa, desde la que se domina una magnífica extensión de los infinitos terrenos conocidos como la Tierra de Campos, Gonzalo Martínez Díez (1), jesuita y con notables licenciaturas en diversas universidades, nos comenta, en relación a ésta iglesia de Santa María del Templo, que fue cerrada al culto en el año 1818, quedando relegada al estado de simple ermita; en base a ello, debemos suponer, que por aquélla época, su estado debía de ser mucho más completo e imponente, que el que tiene en la actualidad. Supone también, y seguramente con razón, que ésta iglesia, así como otras heredades cercanas, debieron depender de la encomienda establecida en Ceínos de Campos, hasta que en 1334, una vez disuelta la Orden, el rey Alfonso XI, las donó a su primo don Juan Alfonso de Alburquerque, personaje singular que por entonces ejercía el importante cargo de alférez mayor del reino y de quien se dice que fue mandado envenenar por orden del rey Pedro I el Cruel. Una vez muerto, y después de no pocas vicisitudes relacionadas con su cadáver y su ataúd –de ahí, que sea conocido también por el apodo de el del ataúd-, recibió sagrada sepultura en el cercano monasterio de la Santa Espina.
Interesante advocación, ésta de la Santa Espina, que suele señalar, tanto simbólica como físicamente lugares en los que se ha detectado cierta influencia o asentamiento de índole templario en el pasado, independientemente de que a la vez defina una característica geográfica del terreno, que tal vez convenga señalar, antes de continuar comentando los pormenores relacionados con el templo a que se viene haciendo referencia, y que a la vez, se relacionan con una zona muy especial, en la que se localizan lugares bastante relevantes, y desde luego, no exentos de interés y antigüedad, determinados no sólo por valores estratégicos y militares, sino también, mucho más importante todavía, por factores culturales y sagrados de diversa índole y tradición.

 
Lugares como Urueña, la bien llamada Villa del Libro, por donde pasaba la calzada romana que unía Palencia con Zamora, con sus murallas medievales que se remontan al siglo XII, y más allá, extramuros, una de las joyas arquitectónicas no sólo más hermosa y desconcertante de la Península, sino también, reseña, probablemente, de ancestrales cultos a la figura primordial de la Magna Mater, convenientemente cristianizada: la iglesia de Nuestra Señora de la Anunciada. A cinco kilómetros de ésta, restos notables de ese magistral mozarabismo que fue dejando huellas de inequívoca magia geométrica en los templos que levantaba, y que tiene un genuino exponente del siglo X en el templo de San Cipriano, joya que hemos de situar en la vecina población de San Cebrián de Mazote. E incluso, a apenas dos, a lo sumo tres kilómetros de ésta Villa Alba o Villa Blanca de los Alcores, aunque hoy en día reconvertido en Lugar Arqueológico y Centro de Interpretación de la Naturaleza, quedan algunos restos del que fuera un importante cenobio de origen mozárabe, fundado por San Froilán en el siglo X: Santa María de Matallana. Un santo muy peculiar, este Froilán, en cuya historia no faltan esas referencias legendarias y tremendamente simbólicas, que probablemente nos señalen a un personaje equiparable a los grandes Maestros que, pontífices o no, como Santo Domingo de la Calzada y San Juan de Ortega, jalonaron el Camino de Santiago de lugares de particular interés. De este santo en particular, fundador de numerosos cenobios, cuenta la leyenda que se hacía acompañar de un lobo que, como castigo, le portaba los Libros Santos, trabajo que previamente hacía la mula –otro animal de gran simbolismo asociado- que mató y se comió. En la catedral de Lugo, hay una capilla a él dedicada, en cuyo magnífico retablo se pueden ver a los protagonistas de esta leyenda. O, dicho de otra manera, al Lobo como portador del Conocimiento. Basten estos datos, simplemente, para ambientar la importancia de esta zona de la inmensa Tierra de Campos, donde no podían faltar unos caballeros, que no sólo sobresalían por su bravura y eficacia –en todos los aspectos: religioso, militar, organizativo-, sino también por su más que casual debilidad por situarse en o a la vera de enclaves ricos en simbolismo y tradición, y a la vez fructíferos, pues es bien sabido que esta zona forma parte también de los inmensos graneros de Castilla.
Aun en su más que aparente ruina, la iglesia de Santa María del Templo ofrece, sin embargo, un digno testimonio, apenas comienzan a advertirse sus detalles, de esa sobria solidez que caracterizaba numerosos templos levantados o remodelados -no olvidemos, en este sentido, las cesiones y permutas-, por la Orden del Temple, en los que también parecía existir cierta concordancia con las características espirituales de los propios frates; es decir, se aprecia también en ellos, su carácter de templo y fortaleza, con predominio de los contrafuertes y los estrechos ventanales similares a saeteras. Aunque muy desgastados, por desgracia, los motivos ornamentales de sus canecillos, no obstante sobreviven algunos que, dentro de lo cabe, invitan a la especulación. Por ejemplo, resulta bastante sorprendente, la presencia, por encima del pórtico del lado norte, de dos canecillos que muestran sendos arbor vitae o árboles de la vida, el número de cuyas hojas o frutos, juega ya con una simbología bastante sugerente: el cinco y el siete. Número mágico por antonomasia éste último y número asociado, el cinco, no sólo con las cinco llagas o heridas de Cristo, sino también, con la figura de la Virgen. O mejor dicho, con aquélla figura con la que empezaba y terminaba su Religión: Nuestra Señora. Los barriles, que de alguna manera, recuerdan también el sentido griálico de contenido, similares, en esencia, a los calderos celtas, también constituyen un motivo recurrente en la temática que todavía se puede apreciar, así como la dualidad, determinada por otro canecillo, cercano al ábside, que muestra dos hombrecitos prácticamente unidos, recordando aquéllos lejanos inicios de pobreza y humildad, y uno de los sellos principales, aquél, precisamente, que mostraba a dos hermanos cabalgando un único caballo. Dos hermanos cabalgando el vehículo del Conocimiento. Pero también en el ábside, los canteros que levantaron este interesante templo, dejaron su firma en los sillares. Una firma de variada índole pero que, curiosamente, en algunas de las marcas, recuerda parte de aquéllas otras que se pueden observar, por docenas, en otro lugar muy particular, situado en pleno Camino de la Plata a su paso por la provincia de Zamora: el monasterio de Santa María de Moreruela.
Cabe resaltar, por último, que a pocos metros de la iglesia y mezcladas con construcciones modernas, sobreviven restos de edificaciones medievales, que muy bien pudieran haber pertenecido a aquéllos intrépidos caballeros del Temple que velaron armas en esta parte de la ciudad.
 
 
(1) Gonzalo Martínez Díez: 'Los templarios en los reinos de España', Editorial Planeta, S.A., 1ª edición: abril de 2001, página 125 y 126.

viernes, 23 de mayo de 2014

Toro, la iglesia de San Salvador de los Caballeros


De la presencia templaria en este hermoso alfoz zamorano de Toro, y aparte de la desaparecida iglesia de Santa María y algún más que plausible rastro relacionado con ellos, que puede ser sugerido por determinados elementos, como se expuso en la entrada anterior, que se localizan tanto en el exterior como en el interior de la magnífica Colegiata de Santa María la Mayor, queda, no obstante la humildad de su fábrica y de los materiales utilizados en su construcción, un interesante vestigio: el templo de San Salvador de los Caballeros. Un templo llamado así en su honor, aunque a un honorable nivel popular, conlleve la denominación generalizada de el Pintado, que en tiempos hacía referencia a las extraordinarias pinturas que, de hecho, constituían, posiblemente, el mayor tesoro de su interior. Pinturas de las que, por desgracia, apenas sobreviven unos débiles retazos de las originales, aunque todavía se observan algunas de época barroca y posterior, y esto a pesar de haber sido declarado Monumento Histórico-Artístico Nacional en fecha tan temprana como el 18 de mayo de 1929.
 
De fábrica de ladrillo y estilo netamente mudéjar basado en el ladrillo cocido -material de construcción mucho más económico, sobre todo teniendo en cuenta los enormes gastos que conllevaba mantener los ejércitos reales inmersos en plena Reconquista, además de ser un estilo que gozó de cierta popularidad a este lado de las fronteras cristianas durante un tiempo, siendo posiblemente el ejemplo más relevante los numerosos templos levantados por alarifes musulmanes en la vecina ciudad leonesa de Sahagún-, la iglesia de San Salvador, hoy día reconvertida en Museo de Arte Sacro mantiene, después de todo, su primitiva elegancia casi intacta y su fidelidad, en cuanto a la forma, disposición y planta a ese estilo románico que ya en el siglo XIII comenzaba a mostrar signos de transición hacia otro estilo más elaborado, y de hecho muy especial, cuyos orígenes todavía permanecen sumergidos en lo más profundo de los pozos secretos de la Historia: el gótico.
 
Posiblemente, y a modo de recuerdo, la plaza donde se sitúa, conserva no sólo el escudo del Temple -en el que, entre otras características, como las lanzas y la cruz paté, se pueden observar las letras T y S, correspondientes a las palabras Templi Salomonis o Templo de Salomón-, que todavía se aprecia sobre la puerta principal de entrada situada en el lado sur, sino también el nombre del templo y el recuerdo de los frates milites a los que perteneció: Plaza de San Salvador de los Caballeros. Además, y por añadidura, esta plaza se localiza en las inmediaciones de dos lugares remarcadamente interesantes que, sin lugar a dudas, responden a esa determinante preferencia que puede ser considerada como una constante mantenida por los templarios en aquellas villas y grandes ciudades en las que se instalaban: la Colegiata de Santa María la Mayor -que podría sustituir perfectamente, comparativamente hablando, a una de las muchas catedrales de las que se supone fueron artífices o cuando menos, mecenas- y la Judería. Esto viene a demostrar, así mismo, la afinidad, así como los lazos culturales que los templarios mantenían con colectivos de otras razas y creencias religiosas, sobre los que también ejercían una función de custodia y vigilancia, frente a los abusos de los nobles y algunos colectivos de cristianos ultra ortodoxos.
 
Si bien en la actualidad, el barrio judío de Toro ha visto modificada en buena parte la antigua esencia medieval que lo caracterizaba, todavía conserva algunas casas con solera. De hecho, en algunas de ellas, aún se pueden apreciar los escudos nobiliarios representativos de familias de alcurnia -como aquéllas que llevaban los apellidos Salazar y Montalbo-, que debieron de instalarse en ellas después de que los judíos sefardíes fueran expulsados de España por los Reyes Católicos o con posterioridad, en la otra diáspora, conocida como la expulsión de los moriscos, llevada a cabo durante el reinado del rey Felipe III.
 
Como último detalle, añadir que la calle de la Judería desemboca en la Plaza Mayor, donde se sitúa la Casa Consistorial o Ayuntamiento, cuyos escudos lucen los dos símbolos determinativos de la ciudad: el toro y el león.

viernes, 2 de mayo de 2014

¿Huellas del Temple en la Colegiata de Toro?


'Por mil razones se puede ir a Toro. Este que suscribe fue para cumplir tres deseos principales: el primero extasiarse ante la serena y grandiosa belleza del pórtico de la Majestad de la colegiata de Santa María la Mayor, una obra gótica que conserva buena parte de su policromado general: uno no se cansa de contemplarla, es el arte en estado puro transmitiendo emoción, vibración, alegría, plenitud...' (1).

Las otras dos razones que consigna Eslava Galán, son el cuadro de la Virgen de la Mosca y la visión del espléndido paisaje de la vega conocida como el Oasis de Castilla, que se contempla desde el mirador, cercano a la Colegiata, que recibe el nombre de El Espolón y en cuyas inmediaciones se alza un pequeño fortín que se conoce como el Alcázar. Si bien es cierto, que el citado autor, aún reconoce algunas otras razones secundarias, mi visita relámpago a Toro, obedeció, primigeniamente a estas tres y una cuarta razón principales: la huella de los templarios en el lugar.
 
Tampoco estaría de más, constatar que una visita a esa probable Albucela o Arbucala citada por los historiadores clásicos Polibio y Tito Livio, bien merece una visita pausada y eminentemente contemplativa, tampoco estaría de menos decir que, una vez inmersos en la gran aventura de adentrarse en la historia de sus calles y sus monumentos principales, no tarda en dejar singulares sensaciones en los pensamientos de quien va buscando algo más que simplemente Arte. Si bien tiempo y circunstancia han sepultado en el olvido buena parte de la presencia histórica de la orden religioso-militar de los caballeros templarios en el lugar, no deja de ser un gran consuelo poder afirmar que no todo está perdido y en ocasiones, algunos fragmentos casuales, pueden, incluso, sugerir nuevos ámbitos de investigación y estudio. De hecho, si bien una de las iglesias que aparentemente les pertenecieron, la de Santa María, ha desaparecido por completo, es muy posible que numerosos de los fragmentos -incluidos canecillos- que uno va descubriendo adornando algunos de los edificios más antiguos de la ciudad, o incluso formando parte del pequeño museo de la propia Colegiata, tengan en ella su origen, aunque el recuerdo y las referencias se hayan perdido irremisiblemente. No obstante, y dentro de lo malo, al menos, aún queda uno de sus templos en pie: el de San Salvador de los Caballeros, templo del que nos ocuparemos en una próxima entrada.
 
Evidentemente, la atracción principal -y aquí surge el quiz de la cuestión de la presente entrada-, es ese conjunto de geometría sagrada, tendente a la perfección, que constituye la Colegiata de Santa María la Mayor. Una joya sublime, que sigue la misma disposición que la propia catedral de Zamora y que comenzó a elaborarse en tiempos de María de Molina, esposa del rey Sancho IV el Bravo, donde aquélla pasó gran parte de su vida, habiéndola donado su esposo, el rey, el señorío de la villa. Comenzada, pues, en el siglo XIII, su construcción se realizó, no obstante, en el nada despreciable transcurso de un siglo.
 
Ahora bien, si dejamos a un lado la influencia oriental de su espectacular cimborrio, dotado de cuatro pequeñas torrecillas semicirculares y centramos nuestra atención en esos pequeños detalles, que en ocasiones, constituyen por sí mismos todo un mundo de hipotéticas consideraciones, tal vez no sea descabellada la idea de sugerir que, sin una atribución propia a la poderosa Orden del Temple en aquéllos momentos históricos, evidentemente podemos encontrar, cuando menos, alguna casualidad simbólica que nos atraiga a pensar en una intervención indirecta, o cuando menos, enmascarada. Y puestos a considerar, quizá esa posible relación se localice en los canteros o en parte de los canteros que intervinieron en su soberbia ejecución y en los gremios particulares que siguieron al Temple en su aventura y pasaron a la clandestinidad cuando la orden fue suprimida.
 
No parece casual, la presencia de ciertos símbolos que, curiosamente, se localizan en templos considerados -bien por documentación o por tradición-, que les pertenecieron, o con los que al menos tuvieron cierto grado de relación. Uno de estos símbolos característicos, son los denominados Caballeros Cygnatus o Caballeros del Apocalipsis, cuya visión nos remite a lugares señalados y por algún motivo especiales, como pudieran ser, por poner un ejemplo, San Pedro de Cervatos, en Cantabria; Santa María del Camino, en Palencia, o San Juan Bautista, en Aguilar de Bureba, Burgos. Tampoco parece casual, sino más bien intencionada, la presencia, allá, en la magnífica imaginería desplegada en la Puerta de la Gloria, de ese entramado de cruces paté, hábilmente disimuladas entre los motivos vegetales del lado izquierdo, similares, en forma y disposición, a la singular cenefa que recorre el medio círculo de la portada norte de otro lugar singular, como es la iglesia de lo que en tiempos fuera el monasterio de San Vicente de Pombeiro, en plena Rovoyra Sacrata lucense.
 
Curiosa, así mismo, es la representación de esos centauros-sagitario asaetando a jinetes que cabalgan detrás de ellos portando sus largas lanzas, o la presencia, bastante generalizada, de esas referencias célticas, reseñables como los hombres verdes, personajes que surgen burlonamente de la floresta, recordándonos, quizás, la pervivencia de los viejos dioses y mitos de la antigua religión, cuyas referencias parecían constituir, también, parte de esa búsqueda trascendental, que de manera encubierta solían realizar los templarios y que, en determinados casos, explicaría su inaudito interés por la posesión de ciertos lugares aparentemente intrascendentes y ajenos a la estrategia o a su vinculación con los caminos de peregrinos, que a priori habían jurado defender. La presencia de dragones, no sólo referida a esas posibles corrientes telúricas, tanto terrestres como celestes, sino también como velada referencia a uno de los santos más característicos de su peculiar santoral, como era la figura de San Miguel, paladín solar pero también juez y parte o Anubis en el juicio de los muertos y pesador de almas, incluidas las de aquellos que, como ellos, se entregaban voluntariamente a la pasión y el martirio. La presencia no sólo de referencias solares en los numerosos poliskeles, sino también, la figura inconmensurable a la que no sólo está dedicado el templo, sino que, en boca de los propios caballeros, en Ella empieza y termina nuestra religión, y a la que se dedicaron la mayor parte de las catedrales: Nuestra Señora.
 
En fin, sólo son especulaciones, pero....

 
(1) Juan Eslava Galán: '1000 sitios que ver en España al menos una vez en la vida', licencia editorial para Círculo de Lectores por cortesía de Editorial Planeta Madrid, S.A., 2010, página 445.