miércoles, 27 de octubre de 2010

Presuntamente implicados: dos enigmas sorianos



La Calle de Caballeros

Resulta difícil, en realidad, no plantearse la pregunta relativa a la identidad de los caballeros a los que está dedicada esta calle. Una calle que, curiosamente, parte desde las inmediaciones del cementerio y de la iglesia de la Virgen del Espino, y llega hasta la Diputación Provincial y la iglesia de San Juan de Rabanera.


Una calle que todavía conserva cierta cantidad de escudos nobiliarios, que denotan un cierto rango de abolengo e importancia. Una importancia, por otra parte, que se ve sospechosamente supeditada a las caracteristicas de auténtica Virgen Negra -recordemos que hay otras dos vírgenes del Espino en la provincia, hermanas, según la tradición popular, y que estarían en la catedral de El Burgo de Osma y en la parroquia de Barcebal, un pueblecito situado a escasa distancia- y al propio término del Espino, estrechamente ligado a lugares donde hubo o se sospecha la presencia del Temple.



La inscripción Non Nobis del Palacio de los Condes de Gómara

Hablar del Palacio de los Condes de Gómara implica, necesariamente, referirse al edificio más destacado de la arquitectura civil renacentista de todos cuantos hay en la capital de la provincia. Remontándose sus orígenes al siglo XVI, cuando fuera mandado levantar por Francisco López de Río y Salcedo, Conde de Gómara y Alférez Mayor de Castilla en época de Felipe II, en la actualidad alberga todo el entramado burocrático del Palacio de Justicia.

Parece ser que, con anterioridad al siglo XVI, existía un viejo palacio, al que se conocía como balcón redondo, estando coronado de almenas simuladas. De ésta época, se supone que es uno de los escudos que pueden observarse en la fachada, el más grande de ellos, el cuál, escoltado a ambos lados por dos impresionante y hercúleos atlantes, tiene asociada una oscura leyenda que quiere explicar, de alguna manera, la presencia de esa mujer de rostro serio y contemplativo, que se puede observar asomada a una ventana. Dice la leyenda, que no se trata si no de la mujer del conde, castigada con un encierro de por vida, por infidelidad.


Debajo de este escudo y su leyenda, dos ángeles despliegan un pergamino, en el que puede leerse la siguiente inscripción: Esta casa hizo hacer don Francisco López de Río, señor de la villa de Almenar, Alférez Mayor de esta ciudad de Soria y su provincia, por los señores reyes de Castilla, para sus sucesores en su casa y mayorazgo en Castilla con las armas de su muy antigua casa de Río que es en el reino de Galicia y de la casa de Salcedo, que es en Vizcaya, reinando Felipe II, nuestro Señor. Acabóse año de 1592.


Y es aquí, donde comienza el misterio, entre el escudo grande y el pergamino pétreo que sostienen los dos ángeles mencionados, justo debajo de la cornisa y apenas apreciable cuando el sol ilumina de frente la fachada, que aparece, en letras mayúsculas perfectamente definidas, la famosa divisa de la Orden del Temple: Non nobis, Domine, non nobis sed nomini Tua da gloriam: No para nosotros, Señor, no para nosotros sino para Gloria de Tu Nombre.
Su origen, desde luego, constituye todo un misterio. Cronológicamente hablando, es casi trescientos años posterior a la disolución definitiva de los templarios. Dado que la presencia de éstos en Soria capital tuvo, sin duda, una cierta relevancia, se podría pensar, en un primer momento, que posiblemente perteneciera a alguna posesión que los monjes-guerreros tuvieran en las cercanías. Pero si observamos bien los enormes sillares en los que, el autor, un cantero por completo anónimo, cinceló la inscripción, enseguida nos daremos cuenta de que no son ajenos al edificio, sino que, por el contrario, forma parte indisoluble de él. ¿Simpatías personales del conde?. ¿Pervivencia neotemplaria en las figuras de las hermandades de canteros que continuaron realizando su labor en el más estricto de los secretos?. Todo es posible, aunque nada de cierto se sabe. Lo único cierto, y lo reitero, es que ésta inscripción constituye, por sí misma, un formidable enigma.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Revisitando el Monasterio de San Polo

Sin duda, uno de los lugares que mayor atractivo ofrece al investigador que pretenda seguir las huellas de la presencia del Temple en la Península Ibérica, es este antiquísimo Monasterio soriano de San Polo, enclavado a orillas del Duero y hoy día, como es sabido, constituido en propiedad particular.

Aún con semejante inconveniencia, resulta poco menos que imposible no acercarse hasta ésta emblemática capital castellano-leonesa y no dejarse llevar, siquiera por el impulso de intentar hollar un suelo que aún continúa ofreciendo generosos regalos naturales, como dan testimonio los numerosos árboles frutales que crecen a la sombra de sus huertos.

Fundado bajo el reinado de Alfonso VIII, el Batallador, el convento templario de San Polo estuvo habitado, aproximadamente, hasta el año 1312, cinco años después de que, siguiendo un plan, larga y fríamente concebido por el monarca francés Felipe el Hermoso y su primer ministro, Nogaret, se procedió a la detención de todos los templarios de Francia, dando origen a un proceso que culminaría en 1314, con la quema en la hoguera de un centenar de monjes-guerreros -incluido Jacques de Molay, su último Gran Maestre- y la supresión definitiva de la Orden.

A partir de aquí, la historia de San Polo se resume, a grosso modo, en su compra por los nobles -seguramente, esos mismos que menciona la leyenda de Bécquer y que ambicionaban unos terrenos fructíferos, no sólo en frutos, sino también en caza- abandono y ruina, vuelta a adquirir y herencias familiares, hasta llegar a nuestros días y a su actual propietario, que lo mantiene en un perfecto estado de conservación.

Desde luego, apenas han sobrevivido estelas funerarias, de las numerosas que debieron de existir: tan sólo tres, las cuales son, precisamente, las que se muestran en el presente vídeo. No obstante suficientes, en mi opinión, para ofrecernos una ligera idea de la mística practicada por estos legendarios soldados de Dios.

Las tres estelas, muestran en sus anversos la cruz más universal, de las numerosas y variadas tipologías de cruz utilizadas por la Orden. Ahora bien, lo interesante reside en los anversos. Una de las estelas, repite el motivo crucífero patado; sin embargo, en las otras dos, encontramos símbolos y motivos para alimentar toda clase de especulaciones: un sol y una estrella de cinco puntas o pentalfa; motivo, éste último, que conecta intelectualmente, en mi opinión, con las famosas pentalfas que unen el transepto de otra iglesia templaria, mundialmente conocida: San Bartolomé, en el Cañón del Río Lobos.

Por otra parte, no son pocos los autores que, a lo largo de los años han incidido, precisamente, en este aspecto místico, esotérico y solar de una Orden que, no obstante la poca documentación que ha sobrevivido a nuestros días, ha dejado parte de esos insondables misterios, cincelada en la piedra de los edificios que habitaron un día.

La pentalfa representada en ésta estela funeraria de San Polo -y aquí entro en el terreno propio de la especulación- aparte de otros significandos, se me ocurre pensar que bien pudiera haber pertenecido a algún compañero-constructor afín a la Orden, incluso integrante de sus filas, pues resulta bien conocida la utilización de tal símbolo entre los gremios de cantería de la Edad Media, hasta el punto de que se localiza en los sillares de numerosos edificios, como puede ser, por citar un ejemplo, la mencionada iglesia de San Bartolomé, y aún más, sin salir de la provincia, el monasterio cisterciense de Santa María de Huerta. Recordemos que el Císter era la orden hermana, no armada y que tanto cistercienses como templarios, se nutrieron de una de las mentes más portentosas de la Edad Media: Bernardo, abad de Claraval o Clairvaux.