Se les
conoce más por su faceta romántica del aguerrido soldado de Cristo; es decir,
por conjuntar, a través de una hábil maniobra política, promovida por Bernardo
de Claraval, las funciones, a priori, incompatibles, del monje y del guerrero.
Esta faceta, evidentemente, es la que más atrae y por defecto, la que más
pasiones despierta y más adeptos crea hoy en día. Pero también, formando una
parte muy importante de su constitución y de su leyenda, no hemos de olvidar,
que fueron además, agricultores y ganaderos, llegando a poseer –tampoco hay que
olvidarlo nunca-, extensas zonas de labor y pastoreo, gracias a cuyas rentas y
frutos, fueron capaces de afrontar los enormes gastos que suponían la
manutención y el mantenimiento de sus fuerzas en Ultramar. O si se prefiere,
del ejército templario de Tierra Santa. Al contrario que otros países como
Francia –y esto es algo, por mucho que nos cueste decirlo y admitirlo, que el
historiador o el investigador deben agradecer al rey Felipe el Hermoso-, España
no posee un censo fiable con todas las propiedades que la Orden del Temple tuvo
y retuvo, hasta su definitiva disolución a principios del siglo XIV, mientras
que allende los Pirineos, prácticamente la totalidad de sus bienes están
perfectamente censados y documentados. Los pocos censos oficiales que existen en
nuestro país –calcados unos de otros y con invitación a tedio y aburrimiento de
butaca-, son aquellos manifiestamente de índole tomasiana –documento al canto o no ha lugar-, que, aun con alguna
errata, se utilizan, sin embargo, con inaudita obstinación para negar a
posteriori aquello en lo que la tradición insiste y en muchas ocasiones, las
huellas parecen indicar. Tal es el caso de Ávila en su conjunto, y en el estudio
que nos ocupa, de Arévalo en particular. Difícil resulta aceptar, sabiendo el
papel destacado que tuvieron durante la Reconquista y la preferencia de los
reyes a no poner en manos de los nobles, por lo general, levantiscos a
retaguardia, los prolegómenos relativos a la repoblación de los territorios
conquistados, que éstos, es decir, los caballeros templarios y por defecto las
órdenes militares, no hubieran tenido una presencia más activa en estos
lugares, ricos, inclusive, por el fuerte atractivo histórico de culturas
precedentes que, como es sabido y cuando menos en el caso del Temple, gozaban
de su interés. Sospechoso, así mismo, es el detalle de que, mientras sí que
existen referencias a la presencia de otras órdenes –como la del Hospital de
San Juan de Jerusalén, orden teóricamente rival, que al final se quedó con
buena parte de las posesiones templaras-, la documentación escrita permanece
obstinadamente muda en cuanto a ellos se refiere. Aun así, no deja de haber
detalles que, si bien en conjunto hemos de considerar desde un punto de vista
subjetivo, no por ello debemos dejar pasar.
No sería la primera vez, que entre
los templos que les pertenecieron, se diera la circunstancia de colaborar o de
admitir como mano de obra a alarifes musulmanes. El caso más destacable, lo
tendríamos en la iglesia de San Salvador de Toro –que cumpliría otra de las
premisas asociadas no pocas veces con los enclaves templarios, como es la de
estar a escasos metros de la antigua judería-, por encima de cuya portada
todavía se conserva un escudo con la cruz patada de la Orden. En Arévalo, una
de las iglesias que llama poderosamente la atención, sobre todo por su
imponente aspecto de iglesia-fortaleza, es la de San Miguel; iglesia que, por
cierto, disimulada y confeccionada en ladrillo cerca del tejaroz, presenta, en
uno de sus dos óculos, una cruz paté perfectamente definida. Interesante, por
añadidura, sería la cruz patada y roja que se aprecia coronando el globo que
sostiene en su mano el Cristo-Pantocrátor, de las magníficas pinturas del siglo
XII que se conservan en la cabecera de la cercana iglesia de Santa María la
Mayor. Cruz, por cierto, muy semejante a la que se puede ver en las alteradas
pinturas de una no menos enigmática iglesia, con fama de, como es la de San Vicente de Serrapio, en el concejo
asturiano de Aller. Pero sin duda, la que más invitaciones apunta a la
especulación, la más impresionante y que se localiza, aproximadamente, a dos
kilómetros de Arévalo, en una finca particular, es La Lugareja, exquisitez, que aunque ha llegado bastante alterada a
nuestros días, merece una entrada aparte.