viernes, 17 de febrero de 2017

¿Pero hubo alguna vez templarios en Arévalo?


Se les conoce más por su faceta romántica del aguerrido soldado de Cristo; es decir, por conjuntar, a través de una hábil maniobra política, promovida por Bernardo de Claraval, las funciones, a priori, incompatibles, del monje y del guerrero. Esta faceta, evidentemente, es la que más atrae y por defecto, la que más pasiones despierta y más adeptos crea hoy en día. Pero también, formando una parte muy importante de su constitución y de su leyenda, no hemos de olvidar, que fueron además, agricultores y ganaderos, llegando a poseer –tampoco hay que olvidarlo nunca-, extensas zonas de labor y pastoreo, gracias a cuyas rentas y frutos, fueron capaces de afrontar los enormes gastos que suponían la manutención y el mantenimiento de sus fuerzas en Ultramar. O si se prefiere, del ejército templario de Tierra Santa. Al contrario que otros países como Francia –y esto es algo, por mucho que nos cueste decirlo y admitirlo, que el historiador o el investigador deben agradecer al rey Felipe el Hermoso-, España no posee un censo fiable con todas las propiedades que la Orden del Temple tuvo y retuvo, hasta su definitiva disolución a principios del siglo XIV, mientras que allende los Pirineos, prácticamente la totalidad de sus bienes están perfectamente censados y documentados. Los pocos censos oficiales que existen en nuestro país –calcados unos de otros y con invitación a tedio y aburrimiento de butaca-, son aquellos manifiestamente de índole tomasiana –documento al canto o no ha lugar-, que, aun con alguna errata, se utilizan, sin embargo, con inaudita obstinación para negar a posteriori aquello en lo que la tradición insiste y en muchas ocasiones, las huellas parecen indicar. Tal es el caso de Ávila en su conjunto, y en el estudio que nos ocupa, de Arévalo en particular. Difícil resulta aceptar, sabiendo el papel destacado que tuvieron durante la Reconquista y la preferencia de los reyes a no poner en manos de los nobles, por lo general, levantiscos a retaguardia, los prolegómenos relativos a la repoblación de los territorios conquistados, que éstos, es decir, los caballeros templarios y por defecto las órdenes militares, no hubieran tenido una presencia más activa en estos lugares, ricos, inclusive, por el fuerte atractivo histórico de culturas precedentes que, como es sabido y cuando menos en el caso del Temple, gozaban de su interés. Sospechoso, así mismo, es el detalle de que, mientras sí que existen referencias a la presencia de otras órdenes –como la del Hospital de San Juan de Jerusalén, orden teóricamente rival, que al final se quedó con buena parte de las posesiones templaras-, la documentación escrita permanece obstinadamente muda en cuanto a ellos se refiere. Aun así, no deja de haber detalles que, si bien en conjunto hemos de considerar desde un punto de vista subjetivo, no por ello debemos dejar pasar.

No sería la primera vez, que entre los templos que les pertenecieron, se diera la circunstancia de colaborar o de admitir como mano de obra a alarifes musulmanes. El caso más destacable, lo tendríamos en la iglesia de San Salvador de Toro –que cumpliría otra de las premisas asociadas no pocas veces con los enclaves templarios, como es la de estar a escasos metros de la antigua judería-, por encima de cuya portada todavía se conserva un escudo con la cruz patada de la Orden. En Arévalo, una de las iglesias que llama poderosamente la atención, sobre todo por su imponente aspecto de iglesia-fortaleza, es la de San Miguel; iglesia que, por cierto, disimulada y confeccionada en ladrillo cerca del tejaroz, presenta, en uno de sus dos óculos, una cruz paté perfectamente definida. Interesante, por añadidura, sería la cruz patada y roja que se aprecia coronando el globo que sostiene en su mano el Cristo-Pantocrátor, de las magníficas pinturas del siglo XII que se conservan en la cabecera de la cercana iglesia de Santa María la Mayor. Cruz, por cierto, muy semejante a la que se puede ver en las alteradas pinturas de una no menos enigmática iglesia, con fama de, como es la de San Vicente de Serrapio, en el concejo asturiano de Aller. Pero sin duda, la que más invitaciones apunta a la especulación, la más impresionante y que se localiza, aproximadamente, a dos kilómetros de Arévalo, en una finca particular, es La Lugareja, exquisitez, que aunque ha llegado bastante alterada a nuestros días, merece una entrada aparte.