jueves, 28 de mayo de 2015

El Camino de los Bons Hommes: conferencia de Jesús Ávila Granados en Madrid


Ayer por la tarde, cátaros y templarios volvieron a tremolar sus gloriosas oriflamas -como dirían los cronistas de épocas pasadas, precisamente aquellos que continuando con el noble arte del buen trovar, laboraban concienzudamente para ser provechosos señores de la crónica y de la pluma-, por las calles de una villa y corte, Magerit, que comenzaba a abrir de par en par las puertas de sus terrazas, una vez engalanadas sus calles y avenidas con ese rompimiento de gloria tan recurrido por los pintores románticos, fenómeno en el que parece que la mano de Dios mece suavemente la cuna del sol para que sus rayos repartan sonrisas de oro y plata por el mundo, antes de desaparecer en las lejanas, solitarias y peregrinas costas del Finis Terrae.

Por otra parte, y no muy lejos de donde el Madrid nostálgico, nocturno y pagano guiña el ojo a sus antiguos ídolos, como la diosa Cibeles, y a no mucha distancia, tampoco, de esos desaparecidos atochares en los que plugó de aparecerse una incomparable dama de piel morena -oh, hijas de Jerusalén- porque se la había tostado el sol -Nuestra Señora de Atocha- y donde posiblemente trotaran los encabritados corceles al grito de Vive Dieu, saint amour! de los monjes-guerreros que ayudaron a derribar murallas sarracenas y escoltaron, entre otros muchos, al sexto de los Adefonsus Rex en su cruzada contra Toledo, Jesús Ávila Granados nos trajo, como inmejorable embajador de frates y bons hommes del otro lado de los Pirineos, parte de una escabrosa epopeya, por la que quizás suspiraba melancólicamente y en secreto el gran poeta François Villon, cuando se preguntaba dónde van las nieves de antaño. En respuesta a esa deuda de sangre que la católica, apostólica y por supuesto, romanísima civilización medieval del siglo XII -que no sólo el Papa y sus prelados fueron culpables de dejar en manos de Dios el terrible dilema de tener que reconocer a los suyos- contrajo con unas personas que predicando con el ejemplo contribuyeron a crear una de las más sobresalientes, cultas y perfectas sociedades: la occitana.

Occitania, aunque Jesús no lo dijera con estas palabras, fue una espina clavada en el corazón de la Cristiandad; el fruto prohibido del jardín de un mundo abocado a las sombras del feudalismo y el poder. En definitiva: un ejemplo de lo que nunca se debe hacer, ni en el nombre del hombre, ni por supuesto, mucho menos en el nombre de Dios. Por eso es oportuno hablar de Occitania, hablar de los cátaros y hablar también de los templarios, que después de todo, corrieron una suerte similar y como bien dice Jesús, incluso reposan juntos en camposantos sagrados no lejos de donde también reposan eternamente sus verdugos. Y nadie mejor para hacerlo que una persona comprometida con la Historia y con la Verdad. Citando, con el permiso del Maestro, las primeras frases del prólogo de un libro que no tengo ningún reparo en recomendar a partir de este preciso momento (1): Después de varios siglos en que la historia de los cátaros ha sufrido el más completo olvido (por algo la Historia la escriben los vencedores), en los últimos años el tema cátaro ha vuelto al primer plano de la actualidad. Quizá es la crisis de valores y de todo tipo en que estamos inmersos. Quizá es la profecía del último perfecto cátaro, Guilhem Bélibaste, quien en la hoguera en la que fue quemado nos dejó la enigmática frase de que "en setecientos años florecerá el laurel". Pues este plazo de tiempo se cumple en el 2021, pero, en cualquier caso, tal como está nuestro mundo, necesitamos más que nunca que "el laurel florezca", ya que la miseria y la incertidumbre que nos rodea no augura nada bueno... tal vez -ha partir de aquí, vuelvo a ser yo, su humilde cronista- volver a pensar en la historia de cátaros y templarios mientras también nos preguntamos a dónde fueron a parar las nieves de antaño, nos ayude no sólo a reparar, siquiera moralmente, viejas heridas, sino también a evitar, luchando contra las absurdas intransigencias que otras muchas heridas se abran en este, nuestro mundo, que después de todo, debería tender a la perfección. Y no hay mayor perfección, que el respeto, la solidaridad y el amor. Gracias, Maestro y esperemos que esté cercano ese glorioso amanecer en el que veamos florecer el laurel de Bélibaste. O como dirían nuestros admirados caballeros templarios: Non nobis, Domine non nobis, sed Nomini tua da Gloriam.


(1) Jesús Ávila Granados: 'Cataluña cátara', Lectio Ediciones, Barcelona, 2014.