'Vamos a huir de las llamadas realidades, que no son sino humo, polvo y ceniza, yendo a buscar el ensueño donde quiera que podamos encontrarlo...' (1).
Si el nombre resulta ya de por sí llamativo y nos remonta a unos tiempos en los que la palabra Castilla comenzaba a dar verdaderos mandobles a la Historia de la formación de España, un atento vistazo a la monumental mole de su iglesia parroquial, nos ofrecerá interesantes perspectivas que, de algún modo, quizás subliminal y siempre por empática comparación, sugieran la escurridiza presencia en tiempos de una orden religioso-militar, la del Temple, eternamente condenada a dar que hablar, aún siglos después de su extinción oficial. Si bien es cierto que sugerir no es probar, eso tampoco significa que dejemos pasar la ocasión de hacernos preguntas, temerosos de no estar avalados por un oportuno documento de época que diga, en maravillosas letras góticas, ergo sum, confirmando nuestra valía como investigadores, y de paso, otorgándonos el espíritu santo de la erudición.
Sea pues, de ésta manera, siempre bajo la apariencia de presunción, que me propongo abordar las vicisitudes de la presente entrada, comenzando, en primer lugar, por situar el pueblo y la causa de tan inesperado -en lo que a mí respecta, pues la persona que me acompañaba, además de más sabia siempre suele estar más y mejor informada que yo- e interesante descubrimiento: en la región del Arlanza, a una veintena de kilómetros, aproximadamente de Lerma, y a unos cinco de Villahoz, población que dispone, entre otros interesantes elementos, de picota e iglesia cuya portada contiene unos apreciables elementos gótico platerescos.
Tampoco faltaré a la verdad -y que salga el sol por Antequera- si afirmo que nada más ver los soberbios abovedamientos de su portada oeste, un nombre acudió inmediatamente a mi memoria y así lo manifesté en el momento y lugar: Villalcázar de Sirga y su iglesia dedicada a la Virgen Blanca, cuyos milagros quedan constatados en las famosas Cantigas de Alfonso X, el Sabio. Pinta, pues, en bastos, y quizás me caiga alguno en la cabeza después de semejante afirmación. Sobre todo, porque aún, en numerosos círculos y ambientes -destacando los eclesiáticos y los académicos- todo lo que suena a templario resulta inconvenientemente molesto, como el sempiterno: niño, deja ya de joder con la pelota.En la iglesia de San Miguel, como en las ruinas de la legendaria Troya, se han ido acumulando estratos que pertenecen a diferente época y desvirtúan, por tanto, una visión global de cómo fue en sus inicios, dando la impresión de que sobre el templo antiguo se fue sobreedificando hasta constituir el símil con aspecto de colegiata que presenta en la actualidad. Los más interesantes, desde luego, así como los que atañen especialmente a la presente entrada, pertenecen, probablemente, a ese periodo de transición del románico al gótico, que deberíamos situar en el siglo XIII. Estos se localizan en parte de las zonas oeste y sur, donde aún sobreviven dos portadas que, no obstante la terrible acción de erosión producida por el tiempo y algunas acciones deliberadas achacables a la acción humana -para no variar-, aún permiten distinguir algunos elementos de cierta interesante relevancia, entre los que cabe destacar, dentro de la temática de la primera portada -aparte de una probable y típica escena de caza-, la presencia de un rostro enigmático, pero también conocido: el hombre verde.
Lejos de intentar levantar cualquier tipo de polvareda en cuanto a su posible significado, sus probables orígenes celtas, así como su persistente continuidad a través de diferentes épocas y estilos arquitectónicos, conviene saber que, no muy lejos de donde se localiza, hay grabadas dos cruces: una paté, encerrada en su correspondiente círculo, y otra de tipo más alquímico, formada por cuatro triángulos cuyos vértices se juntan en el centro. Dudo mucho de que se trate, como pudiera pensarse a priori, de simples cruces de consagración. Pero aún admitiendo que lo sean, y admitiendo también el hecho cierto de que no sólo el Temple utilizaba este tipo de cruz, bastante corriente, por lo demás, aunque el color solía ser determinante, un vistazo a la portada tapiada de la parte sur del templo, nos puede ayudar a pensar en el posible acierto de nuestra primera suposición, si observamos que la patada presencia crucífera, no sólo se repite en su forma tradicional, formando parte del interior de un círculo -elemento éste simbólico donde los haya, porque así mismo, en el mundo medieval conllevaba el concepto de la divinidad- sino también formando el elemento descriptivo de un escudo. Un escudo militar. En realidad, se observan varios escudos con diferentes tipos de cruz.
La actual portada principal, de aspecto neoclásico y construída en 1773, según consta, contiene diferentes elementos que remiten a la tradición masónica, como el triángulo, el rectángulo, y por supuesto, las columnas que, aunque dobles, recuerdan a las tradicionales Hakim y Boaz, del Templo de Salomón. Por encima, y en un pedestal que se encuentra dentro de un receptáculo con forma de concha, se localiza una curiosa representación en piedra del arcángel San Miguel, a cuyos pies un ángel caído -posiblemente Lucifer- adopta la forma de serpiente. Algo más allá, y formando parte de los motivos decorativos de un ventanal ojival y gótico, se aprecian, perfectamente delimitadas en su correspondiente círculo, tres preciosas cruces patadas. Hacia el este, los sillares muestran algunas marcas de cantería -entre ellas, la persistente paca de oca-, así como algunos de los denominados graffitis de peregrino.
(1) Mario Roso de Luna: 'El tesoro de los lagos de Somiedo', Editorial Eyras, 1980.