viernes, 9 de diciembre de 2011

Mahamud, posibles huellas templarias



'Vamos a huir de las llamadas realidades, que no son sino humo, polvo y ceniza, yendo a buscar el ensueño donde quiera que podamos encontrarlo...' (1).



Si el nombre resulta ya de por sí llamativo y nos remonta a unos tiempos en los que la palabra Castilla comenzaba a dar verdaderos mandobles a la Historia de la formación de España, un atento vistazo a la monumental mole de su iglesia parroquial, nos ofrecerá interesantes perspectivas que, de algún modo, quizás subliminal y siempre por empática comparación, sugieran la escurridiza presencia en tiempos de una orden religioso-militar, la del Temple, eternamente condenada a dar que hablar, aún siglos después de su extinción oficial. Si bien es cierto que sugerir no es probar, eso tampoco significa que dejemos pasar la ocasión de hacernos preguntas, temerosos de no estar avalados por un oportuno documento de época que diga, en maravillosas letras góticas, ergo sum, confirmando nuestra valía como investigadores, y de paso, otorgándonos el espíritu santo de la erudición.

Sea pues, de ésta manera, siempre bajo la apariencia de presunción, que me propongo abordar las vicisitudes de la presente entrada, comenzando, en primer lugar, por situar el pueblo y la causa de tan inesperado -en lo que a mí respecta, pues la persona que me acompañaba, además de más sabia siempre suele estar más y mejor informada que yo- e interesante descubrimiento: en la región del Arlanza, a una veintena de kilómetros, aproximadamente de Lerma, y a unos cinco de Villahoz, población que dispone, entre otros interesantes elementos, de picota e iglesia cuya portada contiene unos apreciables elementos gótico platerescos.
Tampoco faltaré a la verdad -y que salga el sol por Antequera- si afirmo que nada más ver los soberbios abovedamientos de su portada oeste, un nombre acudió inmediatamente a mi memoria y así lo manifesté en el momento y lugar: Villalcázar de Sirga y su iglesia dedicada a la Virgen Blanca, cuyos milagros quedan constatados en las famosas Cantigas de Alfonso X, el Sabio. Pinta, pues, en bastos, y quizás me caiga alguno en la cabeza después de semejante afirmación. Sobre todo, porque aún, en numerosos círculos y ambientes -destacando los eclesiáticos y los académicos- todo lo que suena a templario resulta inconvenientemente molesto, como el sempiterno: niño, deja ya de joder con la pelota.
En la iglesia de San Miguel, como en las ruinas de la legendaria Troya, se han ido acumulando estratos que pertenecen a diferente época y desvirtúan, por tanto, una visión global de cómo fue en sus inicios, dando la impresión de que sobre el templo antiguo se fue sobreedificando hasta constituir el símil con aspecto de colegiata que presenta en la actualidad. Los más interesantes, desde luego, así como los que atañen especialmente a la presente entrada, pertenecen, probablemente, a ese periodo de transición del románico al gótico, que deberíamos situar en el siglo XIII. Estos se localizan en parte de las zonas oeste y sur, donde aún sobreviven dos portadas que, no obstante la terrible acción de erosión producida por el tiempo y algunas acciones deliberadas achacables a la acción humana -para no variar-, aún permiten distinguir algunos elementos de cierta interesante relevancia, entre los que cabe destacar, dentro de la temática de la primera portada -aparte de una probable y típica escena de caza-, la presencia de un rostro enigmático, pero también conocido: el hombre verde.
Lejos de intentar levantar cualquier tipo de polvareda en cuanto a su posible significado, sus probables orígenes celtas, así como su persistente continuidad a través de diferentes épocas y estilos arquitectónicos, conviene saber que, no muy lejos de donde se localiza, hay grabadas dos cruces: una paté, encerrada en su correspondiente círculo, y otra de tipo más alquímico, formada por cuatro triángulos cuyos vértices se juntan en el centro. Dudo mucho de que se trate, como pudiera pensarse a priori, de simples cruces de consagración. Pero aún admitiendo que lo sean, y admitiendo también el hecho cierto de que no sólo el Temple utilizaba este tipo de cruz, bastante corriente, por lo demás, aunque el color solía ser determinante, un vistazo a la portada tapiada de la parte sur del templo, nos puede ayudar a pensar en el posible acierto de nuestra primera suposición, si observamos que la patada presencia crucífera, no sólo se repite en su forma tradicional, formando parte del interior de un círculo -elemento éste simbólico donde los haya, porque así mismo, en el mundo medieval conllevaba el concepto de la divinidad- sino también formando el elemento descriptivo de un escudo. Un escudo militar. En realidad, se observan varios escudos con diferentes tipos de cruz.

La actual portada principal, de aspecto neoclásico y construída en 1773, según consta, contiene diferentes elementos que remiten a la tradición masónica, como el triángulo, el rectángulo, y por supuesto, las columnas que, aunque dobles, recuerdan a las tradicionales Hakim y Boaz, del Templo de Salomón. Por encima, y en un pedestal que se encuentra dentro de un receptáculo con forma de concha, se localiza una curiosa representación en piedra del arcángel San Miguel, a cuyos pies un ángel caído -posiblemente Lucifer- adopta la forma de serpiente. Algo más allá, y formando parte de los motivos decorativos de un ventanal ojival y gótico, se aprecian, perfectamente delimitadas en su correspondiente círculo, tres preciosas cruces patadas. Hacia el este, los sillares muestran algunas marcas de cantería -entre ellas, la persistente paca de oca-, así como algunos de los denominados graffitis de peregrino.





(1) Mario Roso de Luna: 'El tesoro de los lagos de Somiedo', Editorial Eyras, 1980.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Misterios de Valdeande: la supuesta tumba del templario




'Cuenta la tradición que frente a la puerta de la encomienda, situada en un ángulo entre dos torres, se encontraba el olmo del hermano Andriel que señalaba, al modo celta, la calidad telúrica del lugar...'. (1)

No deja de ser una curiosa coincidencia, que éstas palabras de Louis Charpentier, consignadas en todo un referente de la literatura clásica dedicada a la vida y misterios de los templarios, contenga tantas similitudes con aquellas otras que se pueden encontrar en este peculiar pueblo burgalés. A falta de encomienda conocida, desde luego, buena es la iglesia de San Pedro cuya torre, de estilo mudéjar, domina la población desde el altozano sobre el que se ubica. Hay también un árbol milenario, que puede que sea un chopo o no, pero que, de la misma manera céltica que el olmo del hermano Andriel, puede señalar el telurismo afín al lugar, cobijando su sombra una enigmática tumba, la espada de cuya lápida, apenas se puede vislumbrar en la actualidad.

Hay quienes, basándose en antiguas tradiciones, especulan con la posibilidad de que sea, en realidad, la última morada de un supuesto monje guerrero, de un templario. Por supuesto, no existen pruebas o documentos históricos que corroboren tal creencia, como tampoco, en el fondo, demuestran nada las estelas funerarias que, localizadas entre las piedras del muro que circunda el recinto del templo, muestran la cruz paté -el tipo más común de las utilizadas por el Temple-, aunque resulte una lástima que no se pueda saber qué mostraba el reverso, que tal vez, sólo digo tal vez, pudiera haber aportado alguna pista, al menos, por comparación con otros lugares sí reconocidos, entre ellos, el antiguo monasterio soriano de San Polo.

En parecida situación, y también con una espada como motivo ornamental pero anónimo, cabría mencionar la sepultura que se localiza en el claustro del monasterio cisterciense de Santa María de Valdedios, en el concejo asturiano de Villaviciosa, mencionada, y a la vez relacionada con el Temple, por el fallecido investigador Xavier Musquera (2).





De una u otra forma, con o sin huellas templarias que puedan constituir un aliciente añadido, una visita a Valdeande, siempre merecerá la pena. Así, al menos, tendrá que reconocerlo el buen amante del Arte en genral, pues en el interior de la iglesia de San Pedro, se conservan auténticos tesoros, que a buen seguro, no le dejarán indiferente. Quizás el más prominente, sea el retablo renacentista del siglo XVI, atribuido a la escuela de Alonso Berruguete; la pila románica, probablemente del siglo XI -periodo en el que se estiman los orígenes del templo- y el Cristo de la Misericordia, con rasgos propios del románico -no obstante el cabello rubio, ario- y la cruz de nudos -significativa por sus implicaciones esotéricas- datada a finales del siglo XIII. Sin desmerecer, por supuesto, una pequeña talla, probablemente gótica, de la Virgen del Moral.

Cabe mencionar, además, la existencia de una pequeña joya en su fuente medieval, denominada como la Fuente Vieja, donde se localiza una inscripción de 1703 que refiere una restauración, llevada a cabo, siendo alcalde del lugar Miranda i Joseph Hernando.

(1) Louis Charpentier: 'Los misterios templarios', licencia editorial para Círculo de Lectores, 2007, página 16.
(2) Xavier Musquera: 'La aventura de los templarios en España', Ediciones Nowtilus.