domingo, 26 de octubre de 2014

San Miguel de Eiré


Otro de los lugares interesantes, y de hecho muy similar a San Miguel de Breamo, al menos en lo referido a su supuesto templarismo en algún momento de su longeva historia, es ésta maravillosa iglesia de lo que en tiempos fuera el monasterio benedictino de San Miguel de Eiré, de la que, salvando las distancias, por supuesto y permitiéndose el autor la licencia que otorga la comparación, por muy odiosa que ésta pueda resultar, se podría sacar cierto parecido o familiaridad en su forma y diseño con aquélla otra de San Pedro de Tejada, en las Merindades burgalesas. Ahora bien, situado en la provincia de Orense, en esa particular y mediática zona que, bajo la ensoñadora denominación de Ribeira o Rovoyra Sacrata (1) comparte protagonismo con la vecina provincia de Lugo, Eiré, como las poblaciones inmediatas, gira en torno al espíritu inmortal de un cultivo que fue siendo introducido, gradualmente en la región, por las numerosas comunidades cenobíticas que se fueron asentando en ella: el vino.
 
Como se ha dicho, apenas sobrevive la iglesia de lo que fuera un importante cenobio, fundado, según parece, por una dama de la nobleza llamada Escladia Ordóñez y una donación otorgada en 1129, por el rey Alfonso VII, aunque este hecho no impide observar, en su conjunto, interesantes detalles, que invitan seriamente a la especulación, sugiriendo ciertas presencias en el lugar, que aunque privadas del auxilio y garantía de los testimonios escritos, no se deberían descartar sin más. Sería el caso, por más señas, de la Orden del Temple, como ya se ha sugerido al principio. Su presencia no nos resultaría demasiado extraña, quizás, si se observan determinados símbolos que parecen corroborarlo y además se tienen en cuenta otros factores añadidos, como establecimiento colonizador de aquélla que en buena ley ha sido denominada como su orden hermana: la Orden del Císter.
 
Por otra parte, hay autores, como Luis Díez Tejón (2) que sugieren la existencia anterior de un establecimiento visigodo -en base a cierta ventana bífora con arcos de herradura-, del que no existen referencias, pero que refuerza, no obstante, la importancia sacra que ya tenía el lugar desde tiempo inmemorial. Ahora bien, como en el caso de San Fiz de Cangas, también aquí, en San Miguel de Eiré, se tiene constancia de una comunidad de monjas benedictinas, que en el año 1507, al ser suprimido el monasterio, fueron trasladadas a San Pelayo de Antealtares, pasando sus rentas al Hospital Real de Santiago, convirtiéndose la iglesia, acto seguido, en parroquial.
 
En cuanto a detalles se refiere, el que más llama la atención, posiblemente, sea la originalidad intrínseca del conjunto, quizás único -si no tomamos en consideración, la comparación con la mencionada iglesia de San Pedro de Tejada-, dada su planta cuadrada y quizás una desproporcionada altura para su longitud. Pero eso no es óbice para resaltar otra multitud de interesantes detalles, algunos de los cuales, coincide con los que se localizan en el también citado monasterio de San Fiz. Uno de los más llamativos, sin duda, es la losa funeraria que sirve de cancela a la puerta de la valla exterior que salvaguarda el acceso al recinto del templo. Una losa, por añadidura, que tiene como único detalle de identidad, un símbolo muy determinante y significativo: la espada. Es decir, que esa losa, anónima, por más señas, debió de pertenecer inequívocamente a un caballero. Así mismo, hay varios sepulcros de piedra, arrinconados a escasos metros de la portada sur; una portada, que contiene numerosos elementos de interés, independientemente del motivo principal del tímpano, constituido por diversas cruces del tipo patée o patado, inmersas en sus correspondiente círculos y entrelazadas entre sí, formando una cadena similar a los aros que componen, en la actualidad, el emblema olímpico. Por encima del tímpano, como eje y a la vez, comparativamente hablando, axis mundi en el centro del conjunto, la figura inequívoca de un Agnus Dei o Cordero de Dios, nos recuerda el simbolismo asociado de holocausto, martirio y sacrificio, detalles, todos ellos, que entraban, de hecho, en la vida del templario combatiente. Un simbolismo, que incluso se ve resaltado, así mismo, en las arquivoltas, sobre todo en aquélla que, magistralmente labrada, reproduce el tronco de una palmera -árbol de la vida-, y que debería recordarnos, también, el episodio de la huida a Egipto, recogido tanto en los evangelios como en algunas suras del Corán: santuario, refugio y alimento. Los restantes once elementos que, acompañando al Agnus Dei constituyen el entramado simbólico de la arquivolta principal, representan diferentes motivos florales, en los que, aparte de jugar con la relevancia de los números -no olvidemos, que la numerología tenía gran importancia en la cosmogonía medieval-, en cuanto al número de hojas se refiere, el cantero también alternó diversas representaciones de otro símbolo primordial: la cruz. Parte de estos motivos, se vuelven a reproducir en las metopas del ábside, junto a unos canecillos, en mayor o en menor medida afectados por la erosión y posiblemente también por la acción humana, en los que no faltan alusiones de tipo erótico, foliáceo y zoomorfo. A este respecto, y en referencia a ésta última clasificación, cabe mencionar, así mismo por su rareza y originalidad, algunos de los capiteles que rematan los contrafuertes del ábside, y que representan cabezas de animales desplegadas longitudinalmente a todo lo largo y ancho de la pieza, como si de una concha o vieira abierta se tratara.
 
Se demuestre o no algún día que en el lugar estuvieron asentados los caballeros del Temple, de lo que no cabe ninguna duda, al menos, es de que tenemos aquí un templo de bellísimas proporciones; una obra maestra, cuya visita y contemplación no debería perderse ningún amante del Arte en general y del románico en particular.



 
(1) De esta manera se la menciona en documentos medievales. En relación a esto, generalmente se acepta que su nombre deriva de las numerosas comunidades asentadas en el lugar, aunque también se propone, no sin cierto sentido, una derivación de los antiguos robledales sagrados de los pueblos celtas antecesores.