miércoles, 23 de septiembre de 2015

Ribadavia: ¿un sepulcro templario en la iglesia de Santiago?


De la presencia sanjuanista en Ribadavia, así como en otras antiguas e importantes poblaciones de Galicia, muchas de las cuales, conservan todavía buena parte de su medieval encanto y esplendor, parece ser que no existe margen para la duda, como demuestra, entre otras, la documentada iglesia de San Juan, que aunque pasaremos de largo en la presente entrada, conviene decir, no obstante, que conserva, en su originalidad románica, numerosos elementos de interés, cuya rica simbología, daría margen más que suficiente para un interesante estudio aparte. Su situación, así como la situación de otras dos iglesias dedicadas a relevantes figuras, como María Magdalena y Santiago, conformarían, metafóricamente hablando, por supuesto, las tres torres, bastiones o baluartes que se alzaban alrededor de un casco antiguo, en el que parece evidente la presencia, además –y éste es un dato interesante a tener en cuenta-, de un importante núcleo habitacional y cultural: el judío. Si la iglesia de la Magdalena alguna vez fue románica, no queda, a la vista del templo actual –ajeno al culto y dedicado a museo-, nada que así lo recuerde, excepto un detalle bastante más que relevante: tanto la iglesia, como la plaza, como el entorno llevan –con una más que sospechosa obstinación que invita a especular sobre la importancia que su figura tuvo en la Ribadavia medieval-, su nombre. De uno de los laterales de ésta Praza da Madalena –que también se conoce como Praza Vella-, parte la Rúa de Santiago, que perpendicular a la Rúa de Xerusalén y en apenas una veintena de metros, desemboca frente a la portada principal, orientada hacia poniente, de la iglesia de igual nombre, dedicada, obviamente, a la figura del Santo Patrón y por añadidura, escala ineludible de los peregrinos que se dirigen hacia Compostela siguiendo la denominada Ruta o Vía de la Plata a su paso por Orense, en las cercanías del emblemático monasterio de Santa María de Melón y muy próximo, también, a la frontera con Pontevedra.

Tal vez más austera, en cuanto a ornamentación y simbolismo y quizás peor conservados éstos que los de la homóloga iglesia de San Juan, la iglesia de Santiago ofrece, sin embargo, algunos misterios, que cuando menos, merecen una llamada de atención. El principal, por lo que respecta al tema de la presente entrada, es un enigmático y por supuesto anónimo sepulcro que se localiza en un arcosolio añadido a la fachada sur, en cuya portada se aprecia un capitel que nos recuerda, así mismo, el interés que, al parecer, generó también en esa Ribadavia medieval, otra interesante figura femenina: Santa Catalina de Alejandría, personaje al que algunos historiadores identifican con la relevante Hipatia, figura interesante, cuya vida coincidió con los primeros tiempos del Cristianismo y que ha sido recientemente llevada al cine por Alejandro Amenábar, en su película titulada Ágora. Dicho capitel, es fácilmente identificable, pues muestra la cabeza de una mujer, debajo de ésta una paloma y en el lateral dos ruedas, la superior con el centro en forma de cruz, elementos simbólicos que forman parte de su leyenda dorada. Precisamente, en un sillar situado junto a éste capitel, una curiosa inscripción llama poderosamente la atención, pues al contrario que el típico me fecit que en muchos templos proporciona el nombre del magister muri, en el templo de Santiago se sustituye por el fezo laurar del donante: Johan.

Por desgracia, parece ser que éste lateral sur es utilizado por la xente de la movida y el botellón, como improvisado urinario, por lo que el hedor a heces humanas resulta poco menos que vergonzoso e insoportable, siendo más notorio en las proximidades del sepulcro al que se hace referencia. Completamente anónimo, como ya se ha dicho también, la losa superior muestra, no obstante, un elemento que da ciertamente que pensar: un largo bastón, rematado en un círculo, en cuyo interior se localiza, perfectamente esculpida, una sugerente cruz del tipo paté o patada. En definitiva, algo muy similar a los bastones de mando que solían portar los Maestres de la Orden.


jueves, 17 de septiembre de 2015

El Santo Sudario de la Catedral de Oviedo


Fascinante, pero también escurridizo y definitivamente controvertido, el tema de las santas reliquias no sólo conlleva un importante movimiento espiritual y cultual, sino que además ha generado, a lo largo de la historia, un efecto sociológico de primera magnitud, despertando las acciones más elevadas pero también los más bajos instintos, hasta el punto de generar lucrativos mercados que, aunque teóricamente prohibidos y en algunos casos severamente castigados, han proporcionado a la Iglesia pingües beneficios. Inevitable resulta, así mismo, que todas estas preciadas reliquias repartidas entre toda la cristiandad, dieran lugar a profundos mitos y a las más variadas y fantásticas leyendas, pues como bien ha dicho más de un investigador, si se reunieran todas las reliquias que según las distintas tradiciones pertenecieron fidedignamente a tal o cual santo, o a tal o cual objeto, no debería sorprendernos que fueran sobradamente suficientes como para reconstituir varias veces, si no el cuerpo entero del susodicho santo, sí la parte correspondiente de éste, e igualmente ocurriría así con el objeto en cuestión, siendo el más evidente, por la inmensa cantidad de fragmentos que sobreviven en Occidente, la Vera Cruz. Ahora bien, acercándonos a la materia que nos ocupa en la presente entrada, con el mandylion o Santo Rostro, conocido en éste caso, como el Pañolón de Oviedo, podría decirse, que generalmente, este tipo de reliquias han recibido siempre una denominación más poética y mundana, cuya representación suele ser bastante frecuente en las temáticas artísticas de distintas épocas y estilos, de manera que no es difícil tropezarnos con ella, bajo la forma de escultura en piedra –pongamos como ejemplo, aquélla que todo el mundo puede ver en la parte superior interna del pórtico de acceso al claustro de la catedral de Segovia-, hasta cualquiera de los innumerables retablos barrocos o renacentistas que colapsan la geografía sagrada –metafóricamente hablando, por supuesto-, de nuestras ermitas, iglesias, colegiatas o catedrales: el Paño de la Verónica o simplemente, La Verónica.

Por defecto, y dado que también históricamente no deja de ser cierto, que los templarios fueron no sólo unos formidables guerreros, sino a la vez, unos grandes recopiladores de reliquias, es inevitable relacionarlos, siquiera hipotética e indirectamente, con ésta. Sobre todo, si tenemos en cuenta su procedencia, el Arca Santa, y tomamos como base a esos misteriosos fratres que fueron sus custodios en la cima del Monsacro, tal y como ya se apuntara en la entrada anterior. En relación con ello, y como añadido complementario a una supuesta historia del objeto que nos ocupa, tal vez resulte interesante la hipótesis de Carlos Galicia –interesantemente resumida, aunque tildada de hábilmente manejada, por Juan Eslava Galán en su obra El fraude de la Sábana Santa y las reliquias de Cristo (1)-, según la cual, sus custodios edesinos, después de un accidentado viaje huyendo de los persas, recalaron en Cartagena, donde la depositaron por algún tiempo bajo la custodia de San Fulgencio, pasando con posterioridad a Toledo, en la persona custodia de San Ildefonso, hasta la invasión musulmana de la Península, momento en el que fueron rescatadas por el que sería con posterioridad, el primer rey de la monarquía asturiana: Don Pelayo. Este detalle conlleva, así mismo, otra interesante polémica, relacionada con la ruta que siguieron los exiliados godos que se refugiaron en las montañas asturianas: si bien, generalmente se acepta la denominada Ruta de las Reliquias que, pasando por diversos concejos, como Quirós, Teverga y Morcín, finalizaba en la cima del Monsacro, no es menos cierto que existen tradiciones, también bastante arraigadas, que hablan de una ruta marítima, cuyo punto de desembarco es una hermosa ciudad costera, que curiosamente lleva en el topónimo de su nombre dos interesantes referencias: Luarca. Y se habla de dos referencias, porque en la primera, se nos recuerda el nombre de uno de los grandes dioses del panteón celta, Lug; y en la segunda, la palabra arca, que vendría a hacer referencia, no precisamente a un arca  o caja como las utilizadas para depositar los objetos sagrados, sino como a esa otra forma de expresión con la que tanto los gallegos como los asturianos, antiguamente, denominaban a ciertos monumentos megalíticos: los dólmenes. Como un dolmen era, por añadidura, el que se supone que había en el lugar en el que se levantó la ermita de planta octogonal de Santiago –inicialmente, bajo la advocación de Nuestra Señora del Monsacro-, en parte de cuyo interior –ese hueco conocido como el pozo de Santo Toribio-, se depositó el venerado arcón.

Especulaciones y teorías aparte, lo cierto es que causa impresión y cuando menos un estremecimiento, ver ese lienzo parcialmente impregnado de hemoglobina, cuyo original se mantiene a buen recaudo en la Cámara, detrás, precisamente, del Arca Santa. Pero que también –y aquí, aunque sea de pasada, se podría hacer referencia a lo que en la Edad Media se denominaba brandea o palliola, es decir, el proceso de realización de copias por contacto con la original, recurso bastante utilizado, por cierto, por algunos Papas, mediante el cual agasajaban o pagaban favores-, cuenta con una reproducción del anverso y del reverso, colocadas a ambos lados de la puerta neoclásica de acceso a la Cámara Santa.


(1) Juan Eslava Galán: 'El fraude de la Sábana Santa y las reliquias de Cristo', Editorial Planeta, S.A., 2ª edición, Barcelona, 1997, página 212.

viernes, 11 de septiembre de 2015

La Cámara Santa de la Catedral de Oviedo y las reliquias del Monsacro


Poseedoras de un determinante halo de leyenda y de misterio, las reliquias que se custodian en la Cámara Santa de la catedral de San Salvador de Oviedo, atraen, al cabo de los siglos, a una multitud de personas, de todo tipo y condición, raza y creencias religiosas, que no sólo se dejan llevar por la fascinación añadida a unos objetos portadores de una estética rica en materiales y genuinamente artesana en elaboración, sino en la que aprecian, sobre todo, una parte importante, o cuando menos esencialmente significativa, de una cosmogonía cultual, que todavía se mantiene vigente al cabo de dos mil años, y que hemos de remontar a los primeros tiempos del Cristianismo y a sus principales protagonistas, conformado un auténtico compendio de historia, mitos, ritos y leyendas en los que, de forma más o menos directa, estuvieron implicados los más grandes buscadores y custodios de reliquias de la Edad Media: los caballeros templarios. Partiendo de esta base, aunque sin desdeñar el cariz mitológico e hipotético que ve en ellos la personificación ideal de los misteriosos fratres que con el beneplácito y la generosidad del rey Fernando II de León y de la reina de Asturias, su hermana doña Urraca –anecdóticamente hablando, todavía se pueden contemplar en el concejo de Teverga, algunas de las valiosas joyas que donó, entre otros, al monasterio de San Pedro, actualmente reconvertido en colegiata-, se mantuvieron durante muchos años haciendo labor de guardia y pastoreo en la cima del Monsacro y lugares aledaños. Una cima, envuelta en las brumas del misterio –en la que primigeniamente, se rendía culto no sólo a la figura de la Gran Diosa Madre, sino también a dioses que dieron su nombre a las cumbres más altas de provincias vecinas antes de ser derrocados por el tonante Júpiter romano, como Teleno-, y donde, levantadas a la vera de numerosos túmulos neolíticos, en su gran mayoría sin excavar y explorar, dejaron a la posteridad dos singulares ermitas románicas: una, denominada capilla de abajo y dedicada a la figura de María Magdalena (1), y otra, conocida como capilla de arriba, bajo la advocación de Santiago, pero que según algunas fuentes, inicialmente estuvo dedicada a la figura de una Virgen Negra por excelencia: Nuestra Señora del Monsacro (2).

Precisamente, es la planta octogonal de ésta ermita –siguiendo los patrones del denominado Sepulchrum Domini de Jerusalén, de cuyos ejemplos más relevantes en la Península Ibérica, se pueden citar Santa María de Eunate, el Santo Sepulcro de Torres del Río y la iglesia segoviana de la Vera Cruz, sin olvidar el resurgimiento, sobre todo en los siglos XVII y XVIII, de ermitas con planta circular u octogonal, dedicadas, por regla general, a las figuras de Cristos con fama de muy milagrosos, entre las que se pueden citar, como ejemplo, la de Briones, en La Rioja y la de Almazán, en Soria, aparte de la de San Saturio- la que sustenta, también buena parte del mito, si bien no se puede decir categóricamente que sea un modelo exclusivo de arquitectura templaria, como se ha venido aceptando sui géneris, desde que en el siglo XIX el genial arquitecto francés Viollet le Duc –restaurador, entre otras, de la magnífica catedral de Notre Dame de París-, lo propusiera, más como especulación (3) que como dato científicamente comprobado. También es aquí, en la ermita de Santiago –levantada sobre un antiguo dolmen, según se especula (4), aunque no se han realizado las excavaciones pertinentes que lo confirmen o desmientan-, y en un pozo conocido como de Santo Toribio, donde se ocultó el Arca –no olvidemos el doble sentido de esta palabra, pues tanto en Asturias como en Galicia, el vocablo arca se empleaba también para designar precisamente a los dólmenes- con las Santas Reliquias que se puede ver en primera fila en la Cámara Santa de la catedral ovetense, por delante del Santo Sudario –del que se hablará en una próxima entrada-, y de otras maravillas, como la famosa Cruz de los Ángeles y la Caja de las Ágatas, ofrecida por el rey Fruela II y su esposa Nunilo a la catedral, en el año 910. De estilo mozárabe, madera de roble –uno de los principales árboles sagrados de los antiguos pueblos celtas-, y recubierta de láminas de plata, la parte central representa un magnífico Pantocrátor, con la figura principal de Cristo protegida en su mandorla o piscis vesica flanqueada por los símbolos de los Cuatro Evangelistas y escoltada a ambos lados por las doce figuras apostólicas.

El Arca Santa, fue abierta en marzo de 1075, por el rey Alfonso VI. En tan solemne y memorable acto, le acompañaron, según las crónicas, su esposa Jimena, las infantas Urraca y Elvira, el Cid Campeador Rodrigo Díaz de Vivar, así como los obispos de varias diócesis importantes, como la de Burgos y Palencia.


(1) De hecho, y como dato complementario de la entrada anterior, dedicada a las figuras del Salvador y María Magdalena, añadir la anécdota de que, salvo en raras ocasiones, se utiliza precisamente su nombre, La Magdalena, para referirse al Monsacro.
(2) Sobre ésta interesante figura, se recomienda la lectura del libro de Rafael Alarcón Herrera, A la sombra de los templarios, editorial Martínez Roca, S.A., Barcelona, 2001. Desde el año 2011, existe en la ermita de Santiago, una talla moderna de ésta Virgen del Monsacro, obra de la artista Nati Torres, residente en el pueblo vecino de Santa Eulalia de Morcín (Santolaya), así como otra interesante reproducción, de la misma autora, del Santiago del Maestro Mateo de la catedral compostelana.
(3) Ocurrió un caso similar, aquí en España, cuando el marqués de Cerralbo especuló con la posibilidad de que la hermosa talla mariana que se conserva en el monasterio soriano de Santa María de Huerta, y que se denomina la Virgen de las Navas, fuera aquélla que llevara en el arzón de su montura el arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada, durante la crucial batalla de las Navas de Tolosa, librada en julio de 1212.
(4) No sería extraño, puesto que sin salir del Principado, se cuenta, al menos, con otro caso relevante: el de la ermita de la Santa Cruz, en Cangas de Onís.

domingo, 6 de septiembre de 2015

El Salvador y la Magdalena


No deja de ser un hecho cierto, independientemente de estar poco o nada documentado, que a la siempre carismática Orden del Temple se la ha asociado, no sólo con poseer lo más granado de las reliquias santas que motivaron que la Cristiandad -entre otros motivos políticos y económicos, más acordes a las ambiciones expansionistas de Papas y Reyes- se movilizara para la recuperación de los Santos Lugares, sino también, de ser los poseedores de secretos lo suficientemente importantes sobre los orígenes del Cristianismo, que de revelarse, harían temblar los cimientos de la Iglesia, y que, de hecho, unido a cuestiones como un poder poco menos que absoluto y un exceso de secretismo sobre su constitución y actividades de puertas para adentro, constituyó otro de los alicientes que jugaron en su contra,siendo profusamente utilizados en su caída. Antes de examinar los tesoros sacros contenidos en la Cámara Santa de ésta magnífica catedral de San Salvador de Oviedo -tesoros, que hipotéticamente custodiaron en la cima del Monsacro, monte sagrado y peculiar, situado a unos 8 kilómetros aproximadamente de la capital del Principado-, no estaría de más comentar, siquiera por encima, esa proximidad, que según numerosas fuentes -que cada vez tienen más y más adeptos en el mundo-, tuvieron el Salvador y una de las figuras más extraordinarias y apasionantes de la época en la que éste vivió, predicó y murió, siendo su sacrificio el preludio de una religión, que habría de convertirse en una de las principales del mundo: María de Migdal o de Magdala. Una figura controvertida, denostada y despreciada pero que, según numerosas fuentes, tuvo mayor grado de acercamiento al Maestro, que cualquiera de los demás, hasta el punto de barajarse un sin número de teorías, siendo las más relevantes, cuando no atrevidas, aquéllas que ven en ella en realidad al discípulo amado -aquél, a quien Pedro reprochaba que besara en la boca-, o, yendo más allá todavía, a la mujer que sobresalía sobre el resto, porque no sólo entendía al Maestro cuando utilizaba lo que bien podría definirse como lenguaje de los pájaros en relación a la comprensión de unos discípulos escogidos no precisamente por su inteligencia, sino que además, se convirtió en su esposa y compañera, hasta el punto de no ser pocos, así mismo, los investigadores e historiadores que ven en el episodio de las bodas de Canaán -recordemos, que una de las hidrias, se localiza en otro lugar considerado como templario, como es la iglesia de Santa María de Cambre, en La Coruña- el escenario de su propia boda. Casualidad o no, lo cierto es que no deja de ser un hecho cuando menos curioso, la proximidad que existe entre la figura románica del Salvador, tan venerada por los peregrinos -recordemos la vieja acepción: quien va a Santiago y no al Salvador, visita al siervo y olvida al Señor-, y el retablo de Santa María Magdalena, situado al comienzo de la girola o deambulatorio -probable recuerdo de los templos que recordaban la forma del denominado Sepulchrum Domini, de los cuales, probablemente el más carismática sea el de Santa María de Eunate, en Navarra-, a apenas unos metros de distancia y en el cual, la figura femenina, penitente y compungida, parece evitar mirar de frente a su Señor, quizás por ese qué dirán, en que ha basado siempre su política la iglesia paulista. Lejos de ser representada con su verdadero símbolo -el de la fortaleza, determinado por el Arcano XVI de las cartas del Tarot-, y sin el típico tarro de ungüento -en ocasiones, se sustituye por una sugerente copa griálica-, la Magdalena penitente ovetense, porta la cruz en su mano izquierda. Pero después de todo, y como en numerosas representaciones similares, el artista la vistió con el sayal escamado de la heterodoxia: aquél, que haciendo otro tipo de justicia a la figura de la serpiente, nos pone en la pista simbólica de la Sabiduría. Y si no, que se lo pregunten a la sierpe gnóstica que sale de la copa que tradicionalmente, también, sostiene San Juan en la mano. Y casualidades y romanticismos aparte, un dato a tener en cuenta: nadie se refiere al Monsacro como tal, sino como La Magdalena.



sábado, 18 de julio de 2015

San Vicente del Valle: iglesia visigoda de la Asunción


Seguir las huellas de lo que algunos entrañables investigadores, como el amigo fallecido, Xavier Musquera, definía como la aventura de los templarios en España, no deja de ser siempre una auténtica invitación a la aventura. Y la hace, cuando menos más interesante y significativa, si este seguimiento se desarrolla por uno de los lugares más fascinantes, simbólicos y misteriosos de la vieja, viejisima Castilla: la Sierra de la Demanda. O mejor dicho: la Sierra de la Demanda del Santo Grial. Cierto es, por otra parte, que pocas huellas de dicha presencia encontrará aquél que, siguiendo el método tomasiano por antonomasia, pretenda sentar cátedra en base a esa documentación históricamente escrita que, como ocurre con otros muchos lugares de nuestra vieja piel de toro, brilla, sí, pero precisamente por su ausencia. En este sentido, creo que es buen momento para que el lector de lo estricta y documentalmente correcto, utilice de nuevo el cursor de su ordenador y busque otra página más acorde, donde se le diga y él así lo crea, que salvo en un par de sitios, los templarios apenas pisaron por Burgos. Ahora bien, amigo lector, si eres de los atrevidos, de aquellos abnegados bohemios que todavía creen que la historia de la presencia templaria en numerosos lugares de la Península, incluido el que nos ocupa, fue más intensa de lo que aparentemente pretenden hacernos creer, te invito a que continúes leyendo y me acompañes hacia un pueblo pequeño, pero en cuyo término encontrarás uno de esos edificios cuya antigüedad ya debería ponerte los pelos de los brazos como escarpias, pensando en los misterios de ese viejo mundo perdido para siempre, allá, por el año 711, cuando las hordas al mando de Tariq cruzaron el Estrecho e invadieron una Península cuyos gobernantes, los visigodos, comenzaban a desintegrarse, no tanto por la forma que tenían de exprimir ese sufrido limón que siempre es el pueblo llano, como por las continuas y fratricidas luchas entre una nobleza que, después de todo, de nobles apenas tenían el apelativo. De esa época, pues, en la que Don Rodrigo tuvo los regios bemoles de meter baza en los misterios de una Cava que mejor habría hecho en dejar en paz, es ésta sacrosanta iglesuela, dedicada a la figura de Santa María. El pueblo al que me refiero, es San Vicente del Valle. Un pueblo, a cuyo nombre se deberían dedicar unos minutos, pues hace referencia a un santo que tiene que ver, y mucho, con la escatología de unos cristianos de aquella época de tinieblas, a los que después de todo, no les costó mucho -algunos diezmos de impuestos, como al otro grupo del Libro, los judíos- encontrar un medio de convivir con el nuevo amo musulmán: los mozárabes. Un culto primitivo, el mozárabe que, según algunas fuentes desapareció por temor a adaptarse a los nuevos tiempos de la Iglesia y mantener su primitivo arrianismo. Pero es curioso, y espero que así lo considere también el amigo lector que se haya atrevido a fumarse el texto hasta aquí, que el ave que marcaba los primitivos santuarios mozarabistas relativos a esta peculiar figura de San Vicente, el cuervo, fuera, precisamente, aquél que también acompañara a uno de los dioses más populares y relevantes del panteón celta, Lug, y lleve impreso en su plumaje, así mismo, los colores de las aves asociadas a la Gran Diosa Madre.


Puede que la iglesia, por otra parte, no le satisfaga en exceso, si está acostumbrado a ver, admirar y deslumbrarse con los escasos pero relevantes restos de arquitectura visigoda, que todavía pululan por algunos lugares, entre los que cabría citar, cómo no, aquellos de San Pedro de la Nave, Quintanilla de las Viñas, Santa Comba de Bande o Santa María de Melque, que suelen coincidir en su planta basilical, donde la geometría sacra -incluyendo el pleno conocimiento del número de oro-, parece un perfecto juego de mecano. Cierto, que este templito de San Vicente del Valle, engaña a primera vista; como cierto es, así mismo, que ha sufrido tantas y tantas modificaciones a lo largo de su longeva historia, que posiblemente esa sea la causa de haber perdido su forma original. No hay documentos que lo atestigüen, vuelvo a repetir, pero algunas fuentes tradicionalistas, insisten en la presencia de templarios en la zona. Y quizá algo de eso hubo de haber, si no por las estelas con cruces patadas del interior -Maese Alkaest, dixit-, o por la zona tan emblemática -feudo entre otros, de la poderosa familia Lara, de donde Don Mario Roso de Luna ya nos indicaba que procedía Ginés de Lara, el último templario de San Polo y donde todavía se recuerda la figura legendaria de toda una dama de armas tomar, Doña Lambra, y bien que las tomara contra los infantes, como bien se hace saber en Barbadillo del Mercado,-, y donde todavía queda, más que bien cubierto por la maleza y el olvido alguna piedra del monasterio de Alveinte -como se nos recuerda en el famoso dicho aquel de: ¿templario, qué hiciste que al veinte viniste?- y porque -añádese como dato más-, no es el primer lugar de estas características asociado con ellos, como ocurre con esas otras joyas del Arte Asturiano -el que quiera que lo llame prerrománico-, de Santo Adriaño de Tuñón o de San Pedro de Nora. Una zona, por lo demás, en la que, aunque desaparecida en una vergonzosa mayoría, todavía se constatan algunos inolvidables vestigios de la intensa actividad precristiana, como así podrá comprobar, quien siga unos kilómetros adelante la carretera y se detenga en el pueblo siguiente, Fresneda de la Sierra Pirón, donde tendrá oportunidad de ver un menhir, con inequívoca forma de falo que, estando originalmente situado en el cercano monte de la Pastora -si mal no recuerdo-, fue salvado milagrosamente de ese martillo pilón que había hecho trizas a otros cuantos situados también en las inmediaciones.

En fin, sorpresas de la Sierra de la Demanda... del Santo Grial.


martes, 23 de junio de 2015

Sasamón: una puerta a las estrellas


Tal vez sea oportuno, en vísperas de la noche más mágica del año -aquella que determina el solsticio de verano y en la que Jano, el dios bifronte, libera, a través de la Jauna Coeli, toda una variada gama de espeluznantes exquisiteces que durante generaciones han formado una parte más o menos activa y esencial de los grandes mitos de la memoria colectiva de los pueblos-, echar mano de los recuerdos y volviendo la vista atrás, hacia esas infinitas llanadas castellanas, hacer que la imaginación, amigo lector, te transporte, desde donde quiera que estés cómodamente sentado frente a la pantalla de tu ordenador, hacia un lugar cuyo nombre, Sasamón, ya debería ponerte sobreaviso -seas o no persona dada a dejarte encandilar por el fatal atractivo de la mitología-, llevándote sutilmente hacia ese curioso mundo de los aforismos de índole extrapeninsular, que forman parte de esas raíces protohistóricas a las que, generalmente, la historiografía oficial prefiere obviar, temerosa, qué duda cabe, de aceptar conclusiones que puedan hacer tambalearse los cimientos dorados de una Historia que se nos demuestra más y más sorprendente cada vez que se realizan nuevos descubrimientos. Si en efecto, te has percatado pronto de que el referido vocablo contiene el nombre de un todopoderoso dios del panteón egipcio -Amón, cuyos sacerdotes propiciaron la caída de Amenofis IV, Akhenatón, mil años antes de la famosa batalla del puente Milvio, a raíz de la cual, Constantino proclamó al Cristianismo como religión oficial del Imperio-, no creo que te sorprendas mucho, o al menos, no en demasía, si contemplando ésta magnífica pero desgraciada portada, te animo a dejarte llevar por los ríos de la tradición y pienses en ella como el malogrado resto de una iglesia, la de San Miguel, que en tiempos perteneció a la Orden del Temple, y a un pueblecito, desaparecido también, que llevaba por nombre Mazarreros, otro nombre que, curiosamente, ya en su raíz contiene, así mismo, otra sorprendente referencia a esa semi-divinidad con la que antiguamente se consideraba a los herreros, a los que igualmente se relacionaba con la alquimia, pues no sólo poseían el poder de dominar el fuego, sino también de conocer los secretos de los metales y la acción de transformarlos (1).

Por otra parte, y a pesar de que el deterioro provocado por el tiempo o por la acción indiscriminada de unos hombres que utilizaron probablemente de cantera tanto la iglesia y el despoblado -algunos restos, conforman hoy la magnífica iglesia de Sasamón-, es posible que, si tienes ocasión de pasear alguna vez por la campiña situada a las fueras de ésta población, no lejos del cementerio y de los cruceros pétreos que te recomiendo observes con atención, verás que, si bien encuentras dificultad en adivinar el mensaje original de unos capiteles que cada día parecen fundirse un poco más, como la cera de las velas en la noche de difuntos, quizás descubras, no lo que probablemente pudieran haber sido un descendimiento y una psicostasis como elementos más relevantes entre las típicas referencias foliáceas y de leones enfrentados tan características del estilo románico, pero al menos sí podrás ver con claridad dos marcas de cantería, que te harán pensar que, después de todo, puede que la casualidad no exista y que, como decía un admirado Maestro y amigo: cuando el río de la tradición suena, es que agua histórica lleva: la estrella de ocho puntas y la pata de oca.

De lo que no cabe duda, es de que el tiempo, después de todo, no deja de ser el más justo de los estilistas, aportado a la solitaria ruina una escena romántica inolvidable: si tienes ocasión de pasear por allí de noche, no te sorprenderá, en absoluto, el título de la presente entrada y estarás de acuerdo, después de todo, en que ésta malograda portada es, al fin y al cabo, una auténtica puerta a las estrellas.

Feliz Solsticio


(1) A todo aquel que quiera profundizar más en tan apasionante tema, recomiendo la magnífica obra de Mircea Eliade, titulada 'Herreros y alquimistas', Taurus Ediciones, S.A., Madrid, 1959 o la versión de Alianza Editorial, Madrid, 1974.

jueves, 11 de junio de 2015

Los templarios de Moraime


A una distancia de poco más de tres kilómetros de Muxía, a cuyo municipio, de hecho, pertenece, se encuentra un magnífico templo, que conoce bien todo peregrino que, habiendo decidido continuar su andadura hacia ese misterioso y emblemático Finis Terrae, deja atrás la magnificencia del antiguo Campus Stellae, la catedral y la tumba del Apóstol: San Xulián de Moraime. Si bien, los efectos de la erosión parece que se hacen mucho más acusados por su situación de cercanía al mar que en otros de similar época y características levantados en el interior, las peculiaridades y el simbolismo asociado, hacen de este templo de San Xulián, uno de los más enigmáticos de todo un variopinto conjunto de construcciones sacras que bien podría denominarse –y de hecho, así lo denominan no pocos autores- como el románico gallego del Camino de Santiago. Independientemente de esto, y como en otros muchos casos, existen determinadas fuentes que lo relacionan con la Orden del Temple, sin que, presumiblemente, exista documentación histórica que avale dicha asociación, aunque no obstante, si observamos las características, así como algunos detalles añadidos, quizás podamos llegar a la conclusión de que pudo haberse dado tal posibilidad, nada descabellada, por otra parte, en aquellos brumosos siglos XII y XIII en los que, en ese imaginario tablero de ajedrez –o juego de la Oca, si se prefiere- que en el fondo es el propio Camino de la Vía Láctea, en el que, como queda ampliamente demostrado, éstos tuvieron una importante participación, principalmente en su importante función de custodios del camino.De orígenes benedictinos y dependiente, como tantos otros, del monasterio de San Payo de Antealtares, San Xulián –o San Xián, como también se le conoce-, tuvo, entre los altibajos de su longeva historia, el apoyo y el beneficio de reyes como Alfonso VII. No obstante pasando por alto el detalle de las numerosas modificaciones realizadas a lo largo de los siglos, que han ido afectando a su forma original de manera desigual, el conjunto sigue conservando buena parte de esa magnética influencia geométrica que no sólo juega con la magia de las proporciones, sino que también llama la atención hacia el fascinante mundo simbólico de los números, que tanta importancia tenía para los constructores medievales. De tal manera, que tanto en su portada principal, orientada a poniente, como en su portada secundaria, situada en el lado sur, la implicación numerológica parece determinar un papel fundamental y subliminal dentro del mensaje general. Si tenemos esto en cuenta, veremos que las tres arquivoltas de la portada principal contienen, respectivamente, 26, 15 y 14 personajes. Cantidades que, sumadas, nos ofrecen un número interesante: 55. Número que, sumado a su vez, nos da como resultado la Unidad; es decir, los orígenes del Todo: el número de Dios. Así mismo, pero desglosados por separado, nos ofrecen unos dígitos igualmente significativos, que no son otros que el 8, el 6 y el 5, los cuales también jugaron un importante papel, no sólo en la simbología medieval, como ya se ha dicho, sino en la particular cosmogonía utilizada por los caballeros templarios en sus construcciones; simbología que, como se afirma en los supuestos estatutos secretos de la Orden, haría honor a la recomendación que se les hacía de dejar los signos de reconocimiento en todos aquellos lugares que habitaran.

Por otra parte, y como base de apoyo, cuentan, a la vez, las referidas arquivoltas, con seis estatuas-columna o atlantes, distribuidas en número de tres a cada lado, detalle que, como se ha dicho, sigue los patrones compostelanos y entre cuyos sacros personajes, parece observarse, también, una referencia a los denominados santos gemelos –Protasio-Gervasio, Justo-Pastor, etc-, tan venerados por los templarios, incluyendo detalles como el personaje que se apoya en un báculo con forma de tau –uno de los tipos de cruz más sagrados de todos los utilizados por la Orden, aparte de constituir la firma de todo un santo caminero, como fue San Francisco de Asís- o ese curioso personajillo que se atusa con gesto irónico su doble barba. Relevante, así mismo, es la composición de los personajes de las arquivoltas superiores, porque si bien aquellos que se localizan en la segunda y la tercera arquivolta dan la impresión de estar sentados en una mesa, la parte inferior de la primera arquivolta representa un motivo acuático, quizás las aguas primordiales o, con más concreción en el tema, una alusión al pecado original y su remisión por las aguas del bautismo. Aparte de las referencias vegetales o foliáceas que abundan tanto en los capiteles exteriores como en los capiteles del interior, también es reseñable la presencia de esas pequeñas cabecitas que surgen de la floresta, en más o menos clara alusión a los dioses de la naturaleza de la antigua religión del mundo celta y precristiano, que nunca terminó de desaparecer del todo.



Más encaminada a la polémica resulta, probablemente, la singular portada situada en el lado sur, cuyo tímpano muestra lo que parece ser, a priori, una representación de la Santa Cena, bajo una perspectiva muy particular del artista, hasta tal punto, que muestra una mesa en la que están sentados un significativo número de comensales: ocho. El personaje central, evidentemente, es Cristo; a su izquierda, según nos situamos de frente –teóricamente, estaría situado a la derecha-, un personaje recalcadamente más pequeño que el resto, podría hacer alusión, quizás, a la controvertida figura del discípulo amado. Un supuesto discípulo al que señalan los demás, evidenciando la importancia que éste tenía para el Maestro, así como la intención primigenia del cantero por hacérselo notar a todo aquél que se plantara frente a la portada. Ahora bien, y aquí se podría meter el dedo en la llaga: si se tratara de una figuración de la Santa Cena y el personaje en cuestión se correspondiera con el discípulo amado: ¿se está haciendo referencia, en realidad, al joven Juan, o por el contrario, como señalan los evangelios apócrifos, se trataba de María Magdalena?. También podría darse el caso, hipotéticamente hablando, por supuesto, y como sugieren algunas fuentes, de que el artista hubiera querido aludir no a la Santa Cena, sino a otro episodio no menos fascinante y controvertido, donde también algunas fuentes gnósticas y apócrifas sitúan las propias bodas de Cristo: las bodas de Caná. Cierto es, no obstante, que en el tímpano no aparece, por ejemplo, la figura de una ánfora o jarra como clave para sostener tal suspicacia, pero ¿acaso no se conserva, en la relativamente cercana iglesia de Santa María de Cambre, aparentemente templaria también, una supuesta hidria de Caná, donde aquél realizó el famoso milagro de la conversión del agua en vino y que se supone que fue traída por los templarios de Tierra Santa?.

Suspicacias e hipótesis aparte, habría que reseñar, además, que junto al lateral norte de la iglesia, hay un pequeño cementerio, y en la pequeña pradera que se extiende entre éste y un cruceiro, se observan algunos sepulcros de piedra, así como sus respectivas losas desparramadas por el suelo que, en mejor o en peor estado de conservación, muestran, en algunas de ellas, un detalle significativo que, así mismo, solía ser representativo de los enterramientos de caballeros templarios: la espada. Tipo de losa funeraria que, casualmente, se localiza en otros lugares, tanto de probada como de supuesta pertenencia templaria, siendo una de tales losas la que se reutilizó como cancela a la entrada del recinto de un templo igualmente interesante, como es el de San Miguel de Eiré.

lunes, 1 de junio de 2015

Betanzos de los Caballeros, encomienda templaria


‘Los señores de lugares, fortalezas y vasallos; los compañeros de armas de Alfonso VIII y Jaime el Conquistador; los soldados de las Navas y Valencia del Cid; los que tremolaron el oriflama español en las murallas de Cuenca, en los adarves de Sevilla y en los minaretes de Mallorca; los que extendían su vencedora espada desde Lisboa a Jerusalén…¡Hoy son una sombra perdida en la noche de la eternidad!’ (1)


Históricamente hablando, se sabe con absoluta certeza que esos compañeros de armas de Alfonso VIII y Jaime el Conquistador, entre otros, como tan románticamente los definió Cesáreo Nieto en el Boletín de la Real Academia de la Historia referenciado, hicieron de ésta hermosa villa brigantina un feudo, allá por los albores del siglo XII. De hecho, existe documentación que recoge la permuta realizada en 1251 con el rey Alfonso X el Sabio –recordemos, que ya aparecen los monjes guerreros en su famoso tratado de ajedrez y también el magnífico sepulcro policromado de su hermano, el infante D. Felipe, que se localiza en la capilla de Santiago de la iglesia de Santa María la Blanca, que formaba parte de una importante encomienda templaria en Villalcázar de Sirga, provincia de Palencia- a cambio de ciertos territorios en la provincia de Zamora, entre los que se cuentan Alcañices, Alba de Aliste y posiblemente también otros lugares como Mombuey, en la que apenas sobrevive la torre de la que fuera su magnífica iglesia de Santa María, habiendo sido el resto del edificio completamente modificado de arriba abajo. Cierto es, así mismo, que de aquella lejana encomienda brigantina, apenas queda rastro alguno, reutilizados sus edificios en construcciones posteriores, donde el mensaje original y probablemente trascendente, a juzgar por los restos, se confunde, paradójicamente, con los mensajes no menos interesantes de otras órdenes, no guerreras –como veremos- pero no obstante, sí firmes combatientes de la fe, a las que después de su catastrófica caída, se acogieron no pocos de sus miembros. Tal sería el caso, de la orden franciscana: precisamente aquellos que tradicionalmente sofocaban las hogueras que previamente encendían los dominicos. Y hasta es muy posible, que aprovecharan también los conocimientos arquitectónicos de los maestros canteros templarios, a la hora de levantar sus interesantes construcciones, o cuando menos, a la utilización de parte de cierta simbología afecta, entre la que no faltan, desde luego, las estrellas de cinco puntas y todo un símbolo esotérico, como es el famoso Sello de Salomón, adoptado, además, por una familia con la que, al parecer, tuvieron una estrecha relación –hasta el punto de que algunos de sus miembros, continuaron prestando servicios, después de la disolución del Temple, en la Orden de Cristo-, además de financiar la construcción de las principales iglesias de Betanzos: los Andrade. Una de tales construcciones, la formidable iglesia de San Francisco, se supone que se levanta en el preciso lugar en el que los templarios tuvieron –según constatan determinadas fuentes- una pequeña iglesia. A escasos metros de dicho solar, ocupado desde el siglo XIV por la impresionante obra sacra franciscana, se sitúa, también, otra de las grandes joyas artístico-medievales de la noble ciudad brigantina: la iglesia de Santa María del Azogue, o del Mercado, que también nos recuerda, dentro de los detalles de su ornamentación, algunos símbolos de posible filiación templaria, incluidas las numerosas cruces paté de los sillares –independientemente del hecho, de que pudieran ser consideradas como de consagración, aunque en ese sentido, también se aprecian otros modelos más comunes y propios para ello-, la utilización como medio expresivo de la estrella de cinco puntas o pentalfa en sus ventanales góticos –símbolo que también se aprecia en las construcciones franciscanas de Betanzos y Lugo capital-, así como el famoso Sello de Salomón, elementos que, paradójicamente, tampoco son ajenos al tercer templo brigantino de época e interés: el de Santiago.


Por otra parte, se sabe, porque así hay publicaciones que lo demuestran incluso gráficamente (2), que en tiempos hubo un pequeño museo de piezas templarias en el interior de la iglesia conventual de San Francisco. Piezas que, curiosamente, han vuelto a ser reutilizadas, y en la actualidad se pueden apreciar en la portada de poniente: precisamente aquélla que, como en el caso de Santa María del Azogue, su tímpano también luce una peculiar Adoración de los Magos. Entre dichas piezas, cabe destacar la figura de un magnífico Agnus Dei; la que bien pudiera ser una referencia bafomética a la cabeza del Bautista y algunas otras de oscura y singular simbología, como aquélla en la se aprecian dos lobos desgarrando los linos que protegen un cadáver: ¿tal vez el del propio Cristo?. En dicha portada además, y coincidiendo con algunos de los que se encuentran entre la fantástica colección de losas que se exhiben en el interior de la iglesia noyesa de Santa María a Nova, algunos símbolos de los sillares, llaman también la atención.

Y entre otras muchas –como la presencia, en lugar no fácil de vislumbrar, de algún personaje janístico o de dos caras o las emblemáticas vacas cíclicas o solares-, una última curiosidad: en el interior del templo, colocado a media altura en su cabecera, un magnífico aunque algo deteriorado Pantocrátor nos recuerda, por su estilo y ejecución, a los de las iglesias palentinas de San Juan, en Moarves de Ojeda y de Santiago, en Carrión de los Conde, ésta última, asociada con la Orden del Temple y en la actualidad, Museo de Arte Sacro.

(1) Cesáreo Nieto: Boletín de la Real Academia de la Historia, mayo de 1868.
(2) Se recomienda la lectura del libro de Xavier Musquera, 'La aventura de los templarios en España', inicialmente publicado bajo el título de 'La espada y la cruz'.


jueves, 28 de mayo de 2015

El Camino de los Bons Hommes: conferencia de Jesús Ávila Granados en Madrid


Ayer por la tarde, cátaros y templarios volvieron a tremolar sus gloriosas oriflamas -como dirían los cronistas de épocas pasadas, precisamente aquellos que continuando con el noble arte del buen trovar, laboraban concienzudamente para ser provechosos señores de la crónica y de la pluma-, por las calles de una villa y corte, Magerit, que comenzaba a abrir de par en par las puertas de sus terrazas, una vez engalanadas sus calles y avenidas con ese rompimiento de gloria tan recurrido por los pintores románticos, fenómeno en el que parece que la mano de Dios mece suavemente la cuna del sol para que sus rayos repartan sonrisas de oro y plata por el mundo, antes de desaparecer en las lejanas, solitarias y peregrinas costas del Finis Terrae.

Por otra parte, y no muy lejos de donde el Madrid nostálgico, nocturno y pagano guiña el ojo a sus antiguos ídolos, como la diosa Cibeles, y a no mucha distancia, tampoco, de esos desaparecidos atochares en los que plugó de aparecerse una incomparable dama de piel morena -oh, hijas de Jerusalén- porque se la había tostado el sol -Nuestra Señora de Atocha- y donde posiblemente trotaran los encabritados corceles al grito de Vive Dieu, saint amour! de los monjes-guerreros que ayudaron a derribar murallas sarracenas y escoltaron, entre otros muchos, al sexto de los Adefonsus Rex en su cruzada contra Toledo, Jesús Ávila Granados nos trajo, como inmejorable embajador de frates y bons hommes del otro lado de los Pirineos, parte de una escabrosa epopeya, por la que quizás suspiraba melancólicamente y en secreto el gran poeta François Villon, cuando se preguntaba dónde van las nieves de antaño. En respuesta a esa deuda de sangre que la católica, apostólica y por supuesto, romanísima civilización medieval del siglo XII -que no sólo el Papa y sus prelados fueron culpables de dejar en manos de Dios el terrible dilema de tener que reconocer a los suyos- contrajo con unas personas que predicando con el ejemplo contribuyeron a crear una de las más sobresalientes, cultas y perfectas sociedades: la occitana.

Occitania, aunque Jesús no lo dijera con estas palabras, fue una espina clavada en el corazón de la Cristiandad; el fruto prohibido del jardín de un mundo abocado a las sombras del feudalismo y el poder. En definitiva: un ejemplo de lo que nunca se debe hacer, ni en el nombre del hombre, ni por supuesto, mucho menos en el nombre de Dios. Por eso es oportuno hablar de Occitania, hablar de los cátaros y hablar también de los templarios, que después de todo, corrieron una suerte similar y como bien dice Jesús, incluso reposan juntos en camposantos sagrados no lejos de donde también reposan eternamente sus verdugos. Y nadie mejor para hacerlo que una persona comprometida con la Historia y con la Verdad. Citando, con el permiso del Maestro, las primeras frases del prólogo de un libro que no tengo ningún reparo en recomendar a partir de este preciso momento (1): Después de varios siglos en que la historia de los cátaros ha sufrido el más completo olvido (por algo la Historia la escriben los vencedores), en los últimos años el tema cátaro ha vuelto al primer plano de la actualidad. Quizá es la crisis de valores y de todo tipo en que estamos inmersos. Quizá es la profecía del último perfecto cátaro, Guilhem Bélibaste, quien en la hoguera en la que fue quemado nos dejó la enigmática frase de que "en setecientos años florecerá el laurel". Pues este plazo de tiempo se cumple en el 2021, pero, en cualquier caso, tal como está nuestro mundo, necesitamos más que nunca que "el laurel florezca", ya que la miseria y la incertidumbre que nos rodea no augura nada bueno... tal vez -ha partir de aquí, vuelvo a ser yo, su humilde cronista- volver a pensar en la historia de cátaros y templarios mientras también nos preguntamos a dónde fueron a parar las nieves de antaño, nos ayude no sólo a reparar, siquiera moralmente, viejas heridas, sino también a evitar, luchando contra las absurdas intransigencias que otras muchas heridas se abran en este, nuestro mundo, que después de todo, debería tender a la perfección. Y no hay mayor perfección, que el respeto, la solidaridad y el amor. Gracias, Maestro y esperemos que esté cercano ese glorioso amanecer en el que veamos florecer el laurel de Bélibaste. O como dirían nuestros admirados caballeros templarios: Non nobis, Domine non nobis, sed Nomini tua da Gloriam.


(1) Jesús Ávila Granados: 'Cataluña cátara', Lectio Ediciones, Barcelona, 2014.


miércoles, 11 de febrero de 2015

El misterio de la bailía templaria de Faro


Si bien es cierto, que todo cuanto rodea a la historia conocida y aquélla otra, supuestamente oculta y subterránea por conocer, que envuelve a una Orden como la de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, no deja de ser un apasionante misterio –incluida la opinión de algunos autores reconocidos (1), en cuanto a que estuvo a punto de desaparecer desde sus mismos orígenes, por falta de efectivos, siendo del todo un detalle relevante la incorporación de caballeros cofrades o confreres, que servían en la Orden por un periodo breve, donando la mitad de sus propiedades y pudiendo incluso casarse-, paradójicamente hablando, no deja de ser singular, así mismo, saber que incluso dentro de los relativamente escasos lugares referenciados y de los que existe constancia y documentación, sea tan difícil, no obstante, llegar a determinar la situación y localización precisa de algunos de ellos. Si bien la tradición ha querido que uno de esos peculiares lugares sobre los que se han vertido multitud de hipótesis, que han tenido como consecuencia añadida el levantamiento de polvaredas insospechadas sea la localización exacta del convento soriano de San Juan de Otero, existe otro lugar, no menos importante y significativo, cuya localización exacta continúa siendo, a día de hoy, una cuestión de lo más hipotética y apasionante: la localización exacta de la importante Bailía templaria de Faro.

Siendo mucho más activa en Galicia la presencia templaria, de lo que generalmente la historiografía oficial suele admitir –pensemos al respecto, que simplemente en una comunidad como la de Lugo, ya se hablaba de ciertas permutas realizadas con la Orden, en la que se incluían cerca de una veintena de templos con sus correspondientes heredades, información ésta que debo agradecer al insuperable Maestro, don Rafael Alarcón Herrera-, sorprende saber que, entre la numerosa documentación existente –muy al contrario, por ejemplo, que en la vecina comunidad asturiana, donde ésta resulta prácticamente nula-, entre la documentación referida a la Bailía de Faro, consta, también, documentación relativa a otro espinoso tema como es el de las sórores militie templi, o lo que es lo mismo, monjas templarias. Incluso nombres y apellidos de comendadores, como Martinus Sancii o Garsia Menendi, commendator militum ubi magister non est, o lo que viene a ser lo mismo: comendador allí donde el Maestre no está.

Las divergencias, no obstante, vuelven a referirse hacia el lugar concreto donde se ubicaba la importante bailía –al contrario que la encomienda de Betanzos, que al parecer, se localizaba en el solar ocupado actualmente por el fantástico convento de San Francisco-, llegando a contabilizarse hipótesis como que la bailía de Faro, fuera el comienzo de lo que posteriormente sería una ciudad tan importante como La Coruña. También hubo autores que especulaban con la posibilidad de que ciertas referencias al castellum de Faro, fueran, en realidad, referencias a la mitológica Torre de Hércules. Incluso, se especula, así mismo, con ciertos templos situados más al interior, como Santa María do Campo.

Sea como sea, un misterio que perdura a lo largo de los siglos.
Bibliografía recomendada: Carlos Pereira Martínez: ‘Los templarios. Artículos y ensayos’, Editorial Toxosoutos, Serie Trivium, Noya, 2002.


(1) Desmond Seward: 'Los monjes de la guerra', Editorial Edhasa, Barcelona, 2004.

domingo, 11 de enero de 2015

El Castelo de Pambre


Uno de los castillos más singulares de la provincia de Lugo, no es otro que este arcano Castelo de Pambre. Una de las particularidades que lo hacen de alguna manera más especial, quizás, que al resto, es la de haber sido el único Castelo que resistió los terribles embites de la revuelta Irmandiña. También resulta un hecho destacable, su cercanía a la senda trazada por el Camino Francés. En efecto, al igual que la magnífica iglesia de San Salvador de Vilar de Donas -en realidad, no es mucha la distancia que lo separa de ella-, el Castelo de Pambre queda fuera del Camino, por una insignificante distancia -como ocurre con Vilar de Donas-, que no supera los cinco kilómetros. Perteneciente al municipio de Palas de Rei, no hay constancia de que fuera alguna vez ocupado por los milites d'Hierusalem -como así se denomina en varios manuscritos a los templarios en Galicia-, aunque sí hay constancia de que éstos anduvieron por estos lares, sabiéndose que tuvieron, cuando menos, una casa, además de algunas tierras, cabiendo, así mismo la posibilidad de que alguno de los pequeños templos románicos situados de camino al Castelo -un ejemplo, podrían ser los de San Cibrao y San Xusto, donde ambos lucen en el tímpano similar crismón, tienen sepulturas anónimas y en el caso del primero, incluye una curiosa cruz de tipo patriarcal-, les hubiera pertenecido en algún momento de su historia.
 
La distancia entre Palas de Rei y Melide, ésta última población, como conocen bien los peregrinos, ya dentro de la vecina provincia de La Coruña, es de apenas 38 kilómetros; y en ésta última, se tiene la sospecha de que también pudiera haber sido de ellos, la iglesia de Santa María, situada en los extrarradios de la población. De comprobarse fehacientemente estos datos algún día, con documentación que los avale, no harían, si no confirmar, esa función que los definió como los verdaderos custodios del Camino que en realidad fueron. Independientemente de ello, lo que sí es cierto, también, es que el Castelo de Pambre es un lugar sorprendente y como ocurre con Vilar de Donas o con la no muy lejana Santa Eulalia de Bóveda, muchos son los peregrinos que aciertan desviándose unos kilómetros de su ruta original para visitar unos lugares que han de considerar imprescindibles en los avatares de su aventura personal.