Esto ocurrió en aquel tiempo
en que la Virgen comenzó
a hacer en Villasirga
milagros, por los que sanó
a muchos de enfermedades
y a muertos resucitó.
[Alfonso X: Cantiga 278]
Es demasiado pronto para gritar ¡ultreia!, pero aún no han terminado de perderse de vista las últimas casas de Frómista, cuando en el camino aparecen los primeros peregrinos. No todos van a pie, desde luego, pero incluso los que viajan en bicicleta, lo hacen sin prisa. No tanto, me atrevería a pensar, a consecuencia de este sol implacable que golpea con saña la seca meseta palentina en este punto de los denominados Campos Góticos, como por ese envidiable estado de gracia que radica, en mi opinión, en saber exactamente a dónde se va y no tener ninguna prisa por llegar. Con algunos de ellos, he coincidido en Frómista, en esa escala obligatoria del Camino Jacobeo que, tradicionalmente, constituye la iglesia de San Martín, convertida en la actualidad poco menos que en centro temático. No obstante, mi destino ahora, común en este tramo al de todos ellos, se encuentra situado a una decena de kilómetros, en Villalcázar de Sirga, una población a la que se denominaba -por lo menos, hasta el siglo XVI- simplemente con el nombre de Villasirga.
En mi caso, y dado mi grandisimo interés, no deja de ser una paradoja que, acostumbrado a recorrer lugares de dudosa pertenencia y atribución a los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, el lugar que me dispongo a visitar cuente, en tal sentido, con el beneplácito de los historiadores, tanto de los ortodoxos como de los oficiales: por una vez, nadie parece poner en duda la autoría templaria de una iglesia que, en cuanto a dimensiones, seguramente nació con el ambicioso propósito de llegar a ser catedral.
Esa parecía ser, en principio, la idea que animaba en la mente de milites y magisters cuando, allá por las postrimerías del siglo XII, financiaron y pusieron en práctica un proyecto que ya en sí mismo aportaba los complejos valores arquitectónicos de un estilo totalmente revolucionario, que habría de asombrar a las gentes de la época, y posteriormente al mundo: el gótico. O, más concretamente, siguiendo el hilo argumental de algunos especialistas en la materia, una forma artística entendida como la representación arquitectónica de la realidad sobrenatural (1). Definición ésta que, bajo mi punto de vista, coincide, a grosso modo, con la aseveración de art goético o arte mágico, formulada por el enigmático Fulcanelli, en un libro, ya clásico pero, no obstante, de obligada lectura, que recomiendo a todos aquellos interesados en profundizar en la materia: 'El misterio de las catedrales'.
Desde este punto de vista, y apoyado por las famosas Cantigas a Santa María de un rey que pasó a la Historia con el sobrenombre de el Sabio, esos cuatrocientos o quinientos metros que separaban Villasirga del auténtico recorrido jacobeo que pasaba de largo hacia Carrión de los Condes -recordemos, entre otras, las obligadas visitas a iglesias como Santa María de las Batallas o del Camino, Santiago y el monasterio de San Zoilo-, consiguieron que a comienzos del siglo XIII, una vez conocida la fama milagrera de la Virgen del lugar, ésta pequeña población y el desmesurado templo en proporción de Santa María -no olvidemos, que todas las catedrales tienen esta advocación- dejaran de ser un simple lugar de paso en la distancia, para convertirse en uno de los destinos inexcusables para el peregrino.
Bien es cierto, por otra parte, que el tiempo y sobre todo el terrible terremoto que tuvo lugar en Lisboa el día de Todos los Santos de 1775, privan, en gran medida, de ofrecernos, en toda su extensión, la verdadera magnitud de un conjunto sacro del que también formaba parte un hospital de peregrinos, que aún se conserva hoy en día, bajo la apariencia de un mesón que lleva por nombre, como no podía ser de otra manera, el de Los Templarios.
Dadas sus características y su aura legendaria, muchas son las especulaciones e hipótesis relacionadas con un templo en el que, apenas se traspasa un umbral donde, entre otras escenas notables, un pantocrátor se eleva por encima de una Anunciación y una Epifanía, el espectador se siente inmerso en el interior de un pequeño microcosmos en el que sobresale, por encima de cualquier otra consideración, el más eficaz de los vehículos que acompañan lo que bien pudiera denominarse como el lenguaje de los sueños: el símbolo.
Éste se percibe, apenas se pone los pies en el interior, cuando el espectador se encuentra inmerso en un inconmensurable bosque de columnas que, semejantes a gigantescas palmeras -árbol sin duda sagrado, constituyendo sus ramas símbolo del martirio- cuyas ramificaciones se extienden hacia una bóveda de connotaciones celestes, capaces de soportar un peso incalculable.
A distancia de objetivo, y coronando un retablo mayor barroco de proporciones considerables, un Cristo llama poderosamente la atención por las connotaciones esotéricas de la cruz que le sirve de martirio. Se trata de un tipo especial de cruz, de las denominadas de gajos, representativa de un estado especial de elevación y trascendencia.
(1) Otto von Simson, 'La catedral gótica', Alianza Editorial, S.A., 1980, página 15.