Aunque la historia de este monasterio palentino de Santa María la Real está documentada a partir del siglo XI, son numerosas las leyendas que, falsas o no en detrimento de los documentos que las contienen -no olvidemos, que el oficio y el beneficio de la falsificación es un Arte y Aparte tan antiguo como el mundo- remontan su origen a ese oscuro siglo VIII, en el que la dominación árabe de la Península constituía ya un hecho consumado. Un siglo en el que, extendiéndose como un reguero de pólvora que lo arrasaba todo a su paso, el choque brutal entre civilizaciones dejó, como señal evidente de toda epopeya épica que se precie, ficciones revestidas de realidad y realidades camufladas con el manto oscuro de la ficción.
Esos documentos considerados hoy en día como falsos, cuentan una historia del descubrimiento del lugar que, curiosamente, conllevan en esencia las mismas características que dieron lugar al levantamiento de otro monasterio peculiar: el de Veruela.
Si bien en este monasterio de Veruela, el noble en cuestión que perseguía una pieza de excepcional calidad -Pedro de Atares o de Atarés- recibe en premio a su perseverancia la aparición de la Virgen -la Virgen del Moncayo o de Veruela, una talla pequeñísima, como la del Pilar y también de connotaciones negras- Alpidio, el caballero en cuestión que es citado en estos documentos apócrifos palentinos, descubre en su persecución de la pieza -un enorme jabalí- un paraje espectacular donde se sitúan las ruinas de una iglesia en cuyo interior, de manera milagrosa o quizás abandonadas a su suerte ante el avance de la caballería mora, encuentra numerosas reliquias. Hombre de armas, Alpidio, aunque parece consciente de su descubrimiento, no sabe realmente qué hacer y acude a contárselo a su hermano Opila que, casualmente, es abad de un monasterio enclavado a orillas del Ebro. Cuando Opila llega al lugar, apenas bastan unos instantes para que tenga lugar su transformación personal frente a estos tres elementos de indudable valor: entorno, ruinas y reliquias. De manera que, ni corto ni perezoso, decide trasladarse y en su labor colonizadora del entorno, se verá favorecido por la agradable impresión causada entre los nobles, como el conde Osorio, quien no sólo legará riquezas al monasterio que habría de levartarse, sino que también exigiría, en pago, ser sepultado allí.
Ignoro a ciencia cierta, si los restos del conde descansan en alguna de las numerosas sepulturas que, afectas de olvido y humedad, aún se pueden apreciar en la Sala Capitular del monasterio, rescatado en buena parte de la ruina que había sido su destino durante muchos años, por los esfuerzos llevados a cabo por la Asociación de Amigos del Monasterio de Aguilar, en un proyecto impulsado por el popular dibujante José María Pérez González, Peridis. Pero sí presiento, a juzgar por las espadas y las cruces patés que lucen algunas, que allí aún reposan, de forma olvidada y anónima, algunos miembros de esa Milicia de Cristo, que incluso después de su caída, continúan envueltos en una aureola de leyendas sin parangón: los caballeros templarios.
Y otro dato a tener en cuenta: en ese claustro -que añora los capiteles originales que, una vez restaurado el edificio, no comprendo por qué el Museo Arqueológico de Madrid no devuelve-, y visiblemente grabadas en las piedras de sus sillares, se localizan numerosas cruces paté, así como discos solares, de muy similar factura, aunque en menor variedad y cantidad, que los que se pueden apreciar en otro claustro románico de visita recomendada: el de la concatedral soriana de San Pedro.