sábado, 18 de julio de 2015

San Vicente del Valle: iglesia visigoda de la Asunción


Seguir las huellas de lo que algunos entrañables investigadores, como el amigo fallecido, Xavier Musquera, definía como la aventura de los templarios en España, no deja de ser siempre una auténtica invitación a la aventura. Y la hace, cuando menos más interesante y significativa, si este seguimiento se desarrolla por uno de los lugares más fascinantes, simbólicos y misteriosos de la vieja, viejisima Castilla: la Sierra de la Demanda. O mejor dicho: la Sierra de la Demanda del Santo Grial. Cierto es, por otra parte, que pocas huellas de dicha presencia encontrará aquél que, siguiendo el método tomasiano por antonomasia, pretenda sentar cátedra en base a esa documentación históricamente escrita que, como ocurre con otros muchos lugares de nuestra vieja piel de toro, brilla, sí, pero precisamente por su ausencia. En este sentido, creo que es buen momento para que el lector de lo estricta y documentalmente correcto, utilice de nuevo el cursor de su ordenador y busque otra página más acorde, donde se le diga y él así lo crea, que salvo en un par de sitios, los templarios apenas pisaron por Burgos. Ahora bien, amigo lector, si eres de los atrevidos, de aquellos abnegados bohemios que todavía creen que la historia de la presencia templaria en numerosos lugares de la Península, incluido el que nos ocupa, fue más intensa de lo que aparentemente pretenden hacernos creer, te invito a que continúes leyendo y me acompañes hacia un pueblo pequeño, pero en cuyo término encontrarás uno de esos edificios cuya antigüedad ya debería ponerte los pelos de los brazos como escarpias, pensando en los misterios de ese viejo mundo perdido para siempre, allá, por el año 711, cuando las hordas al mando de Tariq cruzaron el Estrecho e invadieron una Península cuyos gobernantes, los visigodos, comenzaban a desintegrarse, no tanto por la forma que tenían de exprimir ese sufrido limón que siempre es el pueblo llano, como por las continuas y fratricidas luchas entre una nobleza que, después de todo, de nobles apenas tenían el apelativo. De esa época, pues, en la que Don Rodrigo tuvo los regios bemoles de meter baza en los misterios de una Cava que mejor habría hecho en dejar en paz, es ésta sacrosanta iglesuela, dedicada a la figura de Santa María. El pueblo al que me refiero, es San Vicente del Valle. Un pueblo, a cuyo nombre se deberían dedicar unos minutos, pues hace referencia a un santo que tiene que ver, y mucho, con la escatología de unos cristianos de aquella época de tinieblas, a los que después de todo, no les costó mucho -algunos diezmos de impuestos, como al otro grupo del Libro, los judíos- encontrar un medio de convivir con el nuevo amo musulmán: los mozárabes. Un culto primitivo, el mozárabe que, según algunas fuentes desapareció por temor a adaptarse a los nuevos tiempos de la Iglesia y mantener su primitivo arrianismo. Pero es curioso, y espero que así lo considere también el amigo lector que se haya atrevido a fumarse el texto hasta aquí, que el ave que marcaba los primitivos santuarios mozarabistas relativos a esta peculiar figura de San Vicente, el cuervo, fuera, precisamente, aquél que también acompañara a uno de los dioses más populares y relevantes del panteón celta, Lug, y lleve impreso en su plumaje, así mismo, los colores de las aves asociadas a la Gran Diosa Madre.


Puede que la iglesia, por otra parte, no le satisfaga en exceso, si está acostumbrado a ver, admirar y deslumbrarse con los escasos pero relevantes restos de arquitectura visigoda, que todavía pululan por algunos lugares, entre los que cabría citar, cómo no, aquellos de San Pedro de la Nave, Quintanilla de las Viñas, Santa Comba de Bande o Santa María de Melque, que suelen coincidir en su planta basilical, donde la geometría sacra -incluyendo el pleno conocimiento del número de oro-, parece un perfecto juego de mecano. Cierto, que este templito de San Vicente del Valle, engaña a primera vista; como cierto es, así mismo, que ha sufrido tantas y tantas modificaciones a lo largo de su longeva historia, que posiblemente esa sea la causa de haber perdido su forma original. No hay documentos que lo atestigüen, vuelvo a repetir, pero algunas fuentes tradicionalistas, insisten en la presencia de templarios en la zona. Y quizá algo de eso hubo de haber, si no por las estelas con cruces patadas del interior -Maese Alkaest, dixit-, o por la zona tan emblemática -feudo entre otros, de la poderosa familia Lara, de donde Don Mario Roso de Luna ya nos indicaba que procedía Ginés de Lara, el último templario de San Polo y donde todavía se recuerda la figura legendaria de toda una dama de armas tomar, Doña Lambra, y bien que las tomara contra los infantes, como bien se hace saber en Barbadillo del Mercado,-, y donde todavía queda, más que bien cubierto por la maleza y el olvido alguna piedra del monasterio de Alveinte -como se nos recuerda en el famoso dicho aquel de: ¿templario, qué hiciste que al veinte viniste?- y porque -añádese como dato más-, no es el primer lugar de estas características asociado con ellos, como ocurre con esas otras joyas del Arte Asturiano -el que quiera que lo llame prerrománico-, de Santo Adriaño de Tuñón o de San Pedro de Nora. Una zona, por lo demás, en la que, aunque desaparecida en una vergonzosa mayoría, todavía se constatan algunos inolvidables vestigios de la intensa actividad precristiana, como así podrá comprobar, quien siga unos kilómetros adelante la carretera y se detenga en el pueblo siguiente, Fresneda de la Sierra Pirón, donde tendrá oportunidad de ver un menhir, con inequívoca forma de falo que, estando originalmente situado en el cercano monte de la Pastora -si mal no recuerdo-, fue salvado milagrosamente de ese martillo pilón que había hecho trizas a otros cuantos situados también en las inmediaciones.

En fin, sorpresas de la Sierra de la Demanda... del Santo Grial.