sábado, 27 de septiembre de 2014

San Miguel de Breamo


Posiblemente de orígenes mucho más oscuros e inciertos todavía que la Colegiata compostelana de Santa María la Real de Sar, el génesis de esta imponente obra de arte que es la venerable iglesia de San Miguel de Breamo, se presta, también, a las más atractivas hipótesis que, se puedan o no probar algún día como hechos veraces y contrastados, aúnan, no obstante y por el momento, imaginación, misterio y belleza en partes difíciles de determinar. Se ignora, así mismo y por desgracia, como suele suceder tan a menudo con este tipo de edificaciones históricas, la identidad del maestro de obras, pero no la fecha en que fue levantada, coincidiendo -y éste es uno de los datos que apuntan numerosos partidarios de la teoría templaria-, con la determinante derrota de los ejércitos cristianos en la tristemente célebre batalla de los Cuernos de Hattin; una batalla que, además de contar con la pérdida de la Vera Cruz, que avanzaba siempre al frente del ejército, significó el principio del fin del Reino Cristiano en Tierra Santa y, de alguna manera, sellaría también el futuro y la función de las órdenes militares: 1187.
 
Asentados sus cimientos en lo más alto de un monte, desde el que se disfruta de una magnífica posición estratégica -no deja de ser impresionante la perspectiva de Pontedeume y su bahía que se obtiene desde allí-, lo aislado y solitario del lugar ha sido considerado, también, como otro detalle a tener en cuenta a la hora de señalar a los milites Christi del Temple como probables moradores, detalle que en principio no debería de sorprendernos, dadas las buenas relaciones que éstos mantenían con las principales familias nobles de Galicia -principalmente, con los Traba y los Andrade-, y por cuya mediación se establecieron en lugares como el Burgo de Faro o la aún más cercana Betanzos, donde tuvieron una importante encomienda. De hecho, Pontedeume era una de las zonas dominadas por éstos últimos, y aún se conserva la denominada Torre de los Andrade. Interesa saber, que si bien no parece haber constancia de que algún miembro de ésta familia sirviera en el Temple antes de la caída de la Orden, como cabría esperar, pues la Orden constituyó todo un revulsivo para la nobleza occidental, sí se tiene noticia de que al menos uno de sus miembros tuvo un cargo de cierta importancia en su continuación portuguesa como Orden de Cristo. Hay hipótesis, así mismo, que sostienen que allí donde en siglo XII se levantó esta iglesia consagrada a la figura del paladín celestial por excelencia, San Miguel, existió en tiempos un castro celta, detalle que no se ha podido comprobar hasta el momento, aunque no sería del todo descabellado, si tenemos en cuenta otros singulares ejemplos. Uno de los más relevantes, lo encontraríamos en la vecina provincia de Asturias, en Serrapio, pueblo situado en el concejo de Aller, donde en un enclave similar, se construyeron los cimientos de una iglesia dedicada a la no menos singular figura de San Vicente: aquél santo que, de igual manera que el dios egipcio Osiris, fue descuartizado, siendo arrojados sus pedazos al mar, de donde fueron recogidos por sus seguidores. Se sabe, con toda fidelidad y los hallazgos arqueológicos lo demuestran, que hubo un castro celta, sobre cuyo templo los romanos elevaron otro en honor a Júpiter. Y no resulta menos curioso, por añadidura, comprobar la existencia de otra no menos interesante iglesia dedicada a dicho santo que, situada en la provincia de Segovia, no sólo contiene señales como la del caballero apocalíptico o cygnatus que parecían proliferar en construcciones de índole templaria, sino que, además de las pinturas murales que relatan lo anteriormente dicho sobre el descuartizamiento del santo, hay otras que muestran a un caballero templario en combate, muy similares a las francesas de Cressac.
 
Otra de las singularidades de San Miguel de Breamo, es su aspecto, austero si bien sólido, del tipo iglesia-fortaleza que era corriente en la época, como demuestran también los pequeños ventanales, con forma de aspillera de sus ábsides. No obstante este detalle, no es menos cierto, sin embargo, que son muchos los especialistas que ven una maestría singular en la conjunción armónica de sus formas, que hacen del templo uno de los más singulares del románico gallego y además, apuntan hacia el otro lado de los Pirineos a su anónimo autor. Junto a las características, es necesario reseñar el rosetón principal, que por su aspecto, bien podría parecer una representación de ese Sol Invictus que algunos autores sostienen como la realidad de la visión de Constantino, así como otro rosetón, más pequeño, situado en el lado norte, en cuya composición, apenas sin esfuerzo alguno, se puede observar todo un símbolo referencial, como es la flor de lis o, como apuntan también algunos autores, la pata de oca.
 
Por otra parte, si bien San Miguel de Breamo quedó deshabitado a principios del siglo XVI y aún conservándose un documentado fechado en 1491 que asevera la pertenencia por aquél entonces a los canónigos regulares de San Agustín, tampoco hay pruebas fehacientes de que éstos fueran los fundadores o estuvieran allí instalados desde la fatídica fecha de 1187 en que se levantó el templo. Tan sólo indica que en dicho siglo y en dicho año, estaban allí y poco más. Lejos de pretender, por tanto, mantener posturas intransigentes respecto a autoría o pertenencia, habrá de reconocerse, sin embargo, que después de todo, cualquier hipótesis puede tener cabida en cuanto a este increíble lugar se refiere. Y también, que la aventura del Temple en la Península, posiblemente fue mucho más amplia y misteriosa de lo que generalmente se supone.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Enigmática Colegiata de Santa María la Real de Sar




Afirmaba Juan García Atienza, en una de sus obras más conocidas (1), que la Colegiata de Santa María la Real de Sar, coincidía, allá por el siglo XII cuando fue concebida, no sólo con el célebre Maestro Mateo –al que en algunas fuentes medievales, se llegó a considerar nada menos que como un oscuro arquitecto al servicio del rey Fernando II de León-, y toda una notable generación de arquitectos –entre ellos, el no menos misterioso Maestro Esteban, de cuyas labores en Compostela, se da constancia en fuentes ajenas al Codex Calistinus o Liber Sancti Iacobi, donde no consta y conservadas en la catedral de Pamplona, en cuya construcción así mismo participó-, sino también, con el instante en el que los primeros freires templarios regresaban de Tierra Santa, trayendo consigo una hipotética –esta palabra es un añadido mío- iniciación que habían adquirido entre los escombros de aquél Templo de Salomón que poseyeron como primera sede de la Orden, y que, de hecho, se convirtió en su Casa Madre. Situada a las afueras e indefectiblemente eclipsada por una ciudad que también por aquél entonces, se arremolinaba alrededor de uno de los edificios religiosos más importantes de la Cristiandad, la catedral que albergaba los supuestos restos de Santiago el Mayor -seguramente, nunca se dé por finalizado el antagonismo existente entre la figura de éste y la no menos significativa de Prisciliano-, de los orígenes de este, cuando menos curioso lugar, situado en una de las riberas de un río del que se apropió el nombre, cabe decir que todavía, nueve siglos después, continúan envueltos en un aura de misteriosa leyenda.

Relacionarlo con una orden medieval de monjes-guerreros tan carismática como la Orden del Temple, no deja de ser, en el fondo y dada la carencia de documentación testimonial que lo avale –oportuno sería mencionar, que a éste respecto, Galicia no está tan muda como pudiera parecer a priori-, un mero ejercicio de hipotéticas probabilidades que, no obstante sus aparentes inconveniencias, no debería descartarse sin más, pues siendo una parte importante de esos abnegados custodios del Camino, difícil resultaría pensar, que no hubieran establecido sus estandartes en pleno corazón y alma de éste, cuando tuvieron encomiendas de cierta importancia en lugares relativamente cercanos, como el Burgo de Faro y Betanzos, donde contaron con el apoyo de poderosas familias –como los Traba-, que con su presencia, se aseguraban también la disposición de unos magníficos aliados contra las invasiones normandas.

En tal sentido, no dejan de ser interesantes las reflexiones de algunos autores –entre ellos, el mencionado Atienza-, con respecto a la identidad –dato curioso, o cuando menos significativo- de esos misteriosos nueve canónigos –sospechosa cifra, si tal número fueron en realidad, como afirma, y que recuerda, qué duda cabe, a la de los primeros miembros fundadores de la Orden-, que se instalaron en primera instancia a este lado del río Sar, y cuyo número parecía ser invariable, iniciándose las obras en 1134, a instancias del canónigo de Compostela D. Munio Alfonso, obispo dimisionario de Mondoñedo –aquélla zona lucense tan particular, que también conoció la presencia templaria y donde todavía persiste la legendaria historia de la degollina de una treintena de monjes-guerreros en la isla de Coelleira, en Vivero, llevada a cabo por miembros de la poderosa familia asturiana de los Quirós, instigados por el rey Felipe IV, del que eran vasallos-, que por aquél entonces, como muy bien nos recuerda Álvaro Cunqueiro, recibía el sugestivo y romántico nombre de Bretonia. Munio Alfonso falleció en 1136; y dato interesante: el continuador de las obras, fue el polémico primer Arzobispo de Compostela, Diego Gelmírez, de quien se sabe que, aparte de su azarosa vida política, realizó numerosos viajes por Francia e Italia, de los que se trajo no sólo nuevas técnicas de las allí observadas, sino que posiblemente, también canteros cualificados capaces de ejecutarlas a este lado de la frontera. Tampoco Gelmírez vivió lo suficiente para ver terminada la obra; pero, por alguna misteriosa circunstancia, tal misión, con imperiosa demanda, le fue encomendada a su sucesor, Pedro Gundestéiz.

Terminada entre 1168 y 1172, los misteriosos canónigos, fueron honrados con toda clase de prebendas y privilegios, hasta el punto de llegar a poseer una de las mayores fortunas, no sólo de Galicia, sino también –como continúa afirmando Atienza-, de Castilla entera, quien termina preguntándose, quiénes eran en realidad y de dónde procedían.
Junto a este misterio, que sugiere una posible relación con la Orden del Temple, la Colegiata de Santa María la Real de Sar, constituye además, por sí misma, todo un conjunto de enigmáticos detalles. Apenas han sobrevivido nueve arcos -casualidad, no cabe duda-  de su primigenio claustro románico, precisamente aquél claustro atribuido al Maestro Mateo o cuando menos, surgido de sus talleres. Pero uno de los detalles que más llaman la atención, es el aspecto de los arbotantes exteriores que, por poner un símil, parecen las patas de una formidable araña. Esto se realizó, para la sustentación de un muro que, por diversas circunstancias sobre las que todavía no se han puesto de acuerdo los expertos-, amenazaba con volverse abajo: ¿construido a propósito con una inclinación y un fin determinados?;  ¿fallo técnico de los constructores, al elevar en demasía las bóvedas?; ¿su asentamiento en un terreno arcilloso y plástico, compuesto principalmente por los sedimentos del río Sar?, ¡quién sabe!. Pero lo que es evidente, es que la sensación que se tiene cuando se entra en el interior de la iglesia, observando la inclinación de los pilares, es de que éstos corren el riesgo de caerse sobre el suelo como si fueran un castillo de naipes, sensación que no deja de tener, en el fondo, cierto sentimiento de riesgo que puede resultar, además, un revulsivo añadido. Que fueran o no los templarios y sus canteros los que levantaran algo que, a pesar de su aparente problemática técnica, no deja de ser una magnífica obra de arte, es algo de lo que posiblemente nunca lleguemos a estar del todo seguros. Ahora bien, hay un pequeño detalle, que puede ayudar a mantener viva una pequeña ascua en tal sentido; y es que, al igual que ocurre y generalmente pasa desapercibido en otro templo que se les atribuye, aunque sin pruebas documentales, ubicado en la población zaragozana de Luna, también aquí, en uno de los capiteles interiores, una pequeña cruz paté surge, como un desafío, de entre unos motivos vegetales.
No puedo, si no finalizar la presente entrada, con otro detalle artístico posterior en el tiempo, es evidente, pero que resulta, cuando menos, bastante más que curioso. Y es que hay una imagen de San Roque, el enigmático santo caminero, que recuerda aquél poema de Miguel Hernández, titulado Con tres heridas: la de la vida, la del amor y la de la muerte. Si alguien recala en el interior de la iglesia y se acerca a la referida imagen de San Roque, podrá comprobar que la pierna herida que nos muestra -la señal de los iniciados- no muestra aquella solitaria y tremenda herida infligida por el dedo del ángel, sino tres heridas en forma de triángulo. Eso, por no mencionar algunas otras peculiaridades, como el simbolismo de algunos canecillos -el cantero, transportando indolente su piedra, cabezas monstruosas surgiendo de la floresta que recuerdan las antiguas divinidades celtas, una curiosa psicostásis-, los motivos solares de las metopas, donde no faltan dobles espirales, algún nudo de Salomón y esa representación -presente también en algunos lugares de la provincia, como San Esteban de Atán-, que en algunos ámbitos de conoce como cruz de Carlomagno y cuyos nudos conforman una perfecta cruz paté o la forma hexagonal de su ábside principal, un modelo posiblemente heredado de los templos orientales que puede concordar con las primeras declaraciones de Atienza, referente a los conocimientos que se trajeron a Occidente de vueltas de las Cruzadas y que, de hecho, era un modelo ya utilizado por un maestro, cuya vida y gran parte de su obra, permanecen todavía en el más absoluto de los misterios: el Maestro Esteban.

 
(1) 'El Camino de Santiago. La Ruta Sagrada', Ediciones Robinbook, S.L., Barcelona, 2002.

martes, 16 de septiembre de 2014

San Cebrián de Mazote: tras la pista mozárabe del Grial



Extendiéndose como un oasis en mitad de esa infinita Tierra de Campos, cuya historia y protagonismo, en mayor o en menor medida, comparten las provincias de Palencia y Valladolid, la zona delimitada, no obstante, por los denominados Montes Torozos, constituye una de esas demarcaciones privilegiadas, donde Historia y Leyenda son poderosas aliadas, hasta el punto de que los antiguos mitos parecen obstinados en permanecer, incluso después de que el tiempo y la terrible depredación humana, hayan reducido prácticamente a la nada muchos de los soportes físicos que los albergaban o, en su defecto, que los referenciaban. No es de extrañar, por tanto, que sin ir más allá de la época que realmente nos interesa, la Edad Media, se constate, alternativamente, la presencia de visigodos, árabes, mozárabes, mudéjares, judíos y cristianos, así como una soberana presencia de las órdenes militares –incluida una de las escasas referencias existentes a la Orden de los Caballeros Teutónicos, en las ruinas de su iglesia-fortaleza, todavía visibles en la interesante población de Mota del Marqués-, destacando, por encima de todas, la Orden del Temple y la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén, de las que todavía se conserva algún ejemplo relevante, como serían las iglesias de Santa María del Temple, en Villalba de los Alcores o la de San Juan, en Arroyo de la Encomienda, respectivamente.
Escaso, también en su género, la pequeña población vallisoletana de San Cebrián de Mazote, ofrece, en éste, su templo dedicado a la figura de San Cipriano -que fue obispo de Cartago en el siglo III y murió decapitado al negarse a abjurar de su fe-, uno de los ejemplares de origen mozárabe -hay quien prefiere denominarlo como arte de repoblación- más interesantes, no sólo de la provincia en particular, sino posiblemente, incluso de toda la Península Ibérica en general. Si bien es cierto, que las sucesivas remodelaciones han contribuido generosamente a modificar ese singular e imponente aspecto que posiblemente tuvo a finales del siglo X, cuando se supone que fue levantada, es en el interior donde se advierten detalles de singularidad, que merece la pena comentar, siquiera sea de pasada. Aparte de una pieza notable -el fragmento de un relieve que había sido utilizado como material de relleno de los pies de la puerta y que parece tallado, si no por la misma, sí por una mano similar a la que talló los de San Miguel de Lillo, notable monumento del arte asturiano situado a escasos metros de la también monumental Santa María del Naranco-, el detalle que la hace prácticamente única y nunca visto en ninguna otra iglesia del país, no es otro que el remate curvo a ambos lados de la nave del crucero, fenómeno que, al situar en uno de ellos la espadaña, no se advierte desde el exterior. Destacable, así mismo, es su considerable altura, así como los estrechos ventanales, con forma de saetera, posiblemente realizados a propósito como medio de defensa, teniendo asegurada la provisión de agua -no sólo con vistas a la limpieza del suelo de la nave, sino también como previsión a un asedio-, mediante un pozo marcado por una baldosa y situado, aproximadamente, hacia el centro de la nave, detalle que evidentemente no prueba nada, pero que también se constata en la iglesia de Santa María la Blanca, resto de lo que fuera una importante encomienda templaria situada en Villalcázar de Sirga, Palencia. Consta ésta, de cuarenta columnas, de las cuales, treinta y siete son originales, incluida aquélla situada en la parte central de la cabecera y con forma de palmera, que fue desenterrada en el cercano cementerio. Y es aquí, en las columnas, y más concretamente en los motivos de los capiteles, donde se localiza el origen de esta entrada, porque, si bien en su mayoría representan diferentes concepciones del maravilloso mundo vegetal, hay dos que, siendo una excepción, se saltan la norma: uno, difícil de advertir en la semipenumbra de la parte de atrás derecha de la nave y que representa un Cruz de la Victoria asturiana, con sus correspondientes alfa y omega -similar a la que cuelga del puente de Cangas de Onís-, y otro, el primero también de la derecha, que representa ciertos recipientes, que algunas fuentes identifican como referencias al Santo Grial, cuya quest, búsqueda o demanda, fue poco más o menos que un mandamiento entre la caballería de los siglos XII y XIII y cuya Tradición, fomentada sobre todo en ambientes cistercienses, hizo a los caballeros templarios, sus custodios predilectos.
Tema, por otra parte, puesto de reciente actualidad por Margarita Torres Sevilla y José Miguel Ortega del Río (1), al considerar el denominado cáliz de Doña Urraca, conservado en la vecina catedral de León, como el auténtico cáliz de la Santa Cena, regalo de un poderoso califa de la dinastía fatimí al rey Fernando I de León.
 
 
(1) 'Los Reyes del Grial', Editorial Reino de Cordelia, S.L., Madrid, 2014.