San Cebrián de Mazote: tras la pista mozárabe del Grial



Extendiéndose como un oasis en mitad de esa infinita Tierra de Campos, cuya historia y protagonismo, en mayor o en menor medida, comparten las provincias de Palencia y Valladolid, la zona delimitada, no obstante, por los denominados Montes Torozos, constituye una de esas demarcaciones privilegiadas, donde Historia y Leyenda son poderosas aliadas, hasta el punto de que los antiguos mitos parecen obstinados en permanecer, incluso después de que el tiempo y la terrible depredación humana, hayan reducido prácticamente a la nada muchos de los soportes físicos que los albergaban o, en su defecto, que los referenciaban. No es de extrañar, por tanto, que sin ir más allá de la época que realmente nos interesa, la Edad Media, se constate, alternativamente, la presencia de visigodos, árabes, mozárabes, mudéjares, judíos y cristianos, así como una soberana presencia de las órdenes militares –incluida una de las escasas referencias existentes a la Orden de los Caballeros Teutónicos, en las ruinas de su iglesia-fortaleza, todavía visibles en la interesante población de Mota del Marqués-, destacando, por encima de todas, la Orden del Temple y la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén, de las que todavía se conserva algún ejemplo relevante, como serían las iglesias de Santa María del Temple, en Villalba de los Alcores o la de San Juan, en Arroyo de la Encomienda, respectivamente.
Escaso, también en su género, la pequeña población vallisoletana de San Cebrián de Mazote, ofrece, en éste, su templo dedicado a la figura de San Cipriano -que fue obispo de Cartago en el siglo III y murió decapitado al negarse a abjurar de su fe-, uno de los ejemplares de origen mozárabe -hay quien prefiere denominarlo como arte de repoblación- más interesantes, no sólo de la provincia en particular, sino posiblemente, incluso de toda la Península Ibérica en general. Si bien es cierto, que las sucesivas remodelaciones han contribuido generosamente a modificar ese singular e imponente aspecto que posiblemente tuvo a finales del siglo X, cuando se supone que fue levantada, es en el interior donde se advierten detalles de singularidad, que merece la pena comentar, siquiera sea de pasada. Aparte de una pieza notable -el fragmento de un relieve que había sido utilizado como material de relleno de los pies de la puerta y que parece tallado, si no por la misma, sí por una mano similar a la que talló los de San Miguel de Lillo, notable monumento del arte asturiano situado a escasos metros de la también monumental Santa María del Naranco-, el detalle que la hace prácticamente única y nunca visto en ninguna otra iglesia del país, no es otro que el remate curvo a ambos lados de la nave del crucero, fenómeno que, al situar en uno de ellos la espadaña, no se advierte desde el exterior. Destacable, así mismo, es su considerable altura, así como los estrechos ventanales, con forma de saetera, posiblemente realizados a propósito como medio de defensa, teniendo asegurada la provisión de agua -no sólo con vistas a la limpieza del suelo de la nave, sino también como previsión a un asedio-, mediante un pozo marcado por una baldosa y situado, aproximadamente, hacia el centro de la nave, detalle que evidentemente no prueba nada, pero que también se constata en la iglesia de Santa María la Blanca, resto de lo que fuera una importante encomienda templaria situada en Villalcázar de Sirga, Palencia. Consta ésta, de cuarenta columnas, de las cuales, treinta y siete son originales, incluida aquélla situada en la parte central de la cabecera y con forma de palmera, que fue desenterrada en el cercano cementerio. Y es aquí, en las columnas, y más concretamente en los motivos de los capiteles, donde se localiza el origen de esta entrada, porque, si bien en su mayoría representan diferentes concepciones del maravilloso mundo vegetal, hay dos que, siendo una excepción, se saltan la norma: uno, difícil de advertir en la semipenumbra de la parte de atrás derecha de la nave y que representa un Cruz de la Victoria asturiana, con sus correspondientes alfa y omega -similar a la que cuelga del puente de Cangas de Onís-, y otro, el primero también de la derecha, que representa ciertos recipientes, que algunas fuentes identifican como referencias al Santo Grial, cuya quest, búsqueda o demanda, fue poco más o menos que un mandamiento entre la caballería de los siglos XII y XIII y cuya Tradición, fomentada sobre todo en ambientes cistercienses, hizo a los caballeros templarios, sus custodios predilectos.
Tema, por otra parte, puesto de reciente actualidad por Margarita Torres Sevilla y José Miguel Ortega del Río (1), al considerar el denominado cáliz de Doña Urraca, conservado en la vecina catedral de León, como el auténtico cáliz de la Santa Cena, regalo de un poderoso califa de la dinastía fatimí al rey Fernando I de León.
 
 
(1) 'Los Reyes del Grial', Editorial Reino de Cordelia, S.L., Madrid, 2014.

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