Los Templarios y el asesinato del arzobispo de Canterbury


Mucho se ha especulado sobre la Orden, actividades y organización de los Templarios en Tierra Santa, hasta el punto de que numerosos autores comparan la organización teóricamente fundada por el misterioso Hugo de Payns en 1118, como una de las precursoras de otras organizaciones militares, caracterizadas por su preparación, dureza y disposición a combatir en primera línea, que a lo largo de la Historia pasaron a denominarse con diversos nombres, entre los que figuran falanges, tercios, banderas o legiones extranjeras. Entre estos autores, se encuentra el prolífico escritor y periodista Piers Paul Read, mundialmente conocido por su obra Viven, la tragedia de los Andes, drama basado en hechos reales, que posteriormente fue llevado al cine, donde se describen la aventura sobrehumana que tuvieron que afrontar los supervivientes de un avión estrellado en la cordillera de los Andes.
En uno de sus últimos trabajos, publicado en el año 2010 en España por Ediciones B, S.A. (1), este prolífico escritor se embarca en la siempre amena aventura de la Orden del Temple, desarrollando un compendio histórico de la misma, en el que se incluyen algunos aspectos poco conocidos –o al menos, no tan comentados- que pueden ayudar, en cierto modo, a valorar con algo más de objetividad, algunos criterios relativos no sólo a la organización interna, sino también relacionados con esa visión romántica, tan extendida en la actualidad –sobre todo, en numerosos colectivos y organizaciones-, acerca de la pureza y el idealismo del templario.
Comenta Read, en la página 168 de la citada obra, que los caballeros que asesinaron a Thomas Beckett, arzobispo de Canterbury, fueron condenados a servir durante catorce años en la Orden del Temple, condena que, lejos de considerarse como un mal menor derivado de un homicidio, significaba una segura condena a muerte, pues las condiciones que habían de afrontar en Tierra Santa y el detalle de formar parte de auténticas fuerzas de choque destinadas a combatir siempre en primera línea, ofrecían escasas expectativas de vida, con el único eximente de que de esta manera, su muerte era considerada como un martirio y, por lo tanto, lo hacían en olor de santidad.
El tema me vino a la memoria el pasado sábado, cuando, paseando por esa hermosa ciudad que es la capital soriana, tuve oportunidad de contemplar lo poco que queda de los extraordinarios frescos románicos que, describiendo precisamente el asesinato del arzobispo de Canterbury, aún se pueden contemplar en una de las capillas de las ruinas de la iglesia de San Nicolás. Iglesia que, por añadidura, sirvió de cantera a otras construcciones románicas de la ciudad, siendo la más destacable –sobre todo, porque heredó la magnífica portada principal y parte de las losas del pavimento, donde todavía se pueden contemplar numerosas reseñas canteriles en forma de las conocidas patas de oca- de San Juan de Rabanera, detrás de cuyo altar, se puede apreciar, también, el hermoso Cristo que los templarios tenían en la iglesia del cercano monasterio de San Polo, al que se conoce, así mismo, como el Cristo Cillerero, en asociación con una hermosa leyenda, recuperada hace años por el extraordinario investigador Rafael Alarcón Herrera.


(1) Piers Paul Read: ‘Los Templarios, monjes y guerreros’, Ediciones B, S.A., 1ª edición, marzo de 2010.

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