¿Virgen de las Navas o Virgen de Montesinos?
'Alguien dijo en una ocasión que la sabiduría de los hombres es locura para Dios. Pero, por desgracia, también se da el caso opuesto, que la Sabiduría de Dios es locura para los hombres'.
[Grian: 'El Peregrino Loco', Ediciones Obelisco, 1ª edición, febrero 2006]
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La presente historia, o quizá locura, como dice Grian en su Peregrino Loco, la empezó el Marqués de Cerralbo allá, en las postrimerías del siglo XIX, cuando llevado por su afán aventurero y convertido en arqueólogo ocasional, dejó la siguiente duda en el aire, refiriéndose a una hermosa y pequeña virgen románica, que se custodia en el Monasterio Cisterciense de Santa María de Huerta, provincia de Soria: ¿será la que llevaba en el arzón de su montura el arzobispo de Toledo, don Rodrigo Ximénez de Rada durante la determinante batalla de las Navas de Tolosa?. Esta duda que, es de suponer, el buen marqués dejó escapar de sus labios con la mejor de las intenciones se convertiría, con el tiempo, en una premisa cierta a la que se aferran numerosos investigadores.Mis idas y venidas a este magistral exponente del arte cisterciense -digno superviviente de guerras, saqueos y desamortizaciones- han sido múltiples. Y sin embargo, cueste creerlo o no, mi desconocimiento de la talla románica de Santa Mª de Huerta o Virgen de las Navas, era absoluto. He aquí, a continuación, una historia en la que sobresalen casualidad -algo, desde luego, en lo que no creo, como tampoco creo en la predestinación- misterio, racionalismo secular y una hipótesis aventurera -realizada, advierto, con la mejor de las intenciones- difícil y por el momento, mal que me pese decirlo, imposible de demostrar. Eso sí, me daría por satifecho, si al menos aportara algo de interés.
Tal vez fuera casualidad, como digo, aunque yo más bien sugiero una treta del destino, que después de asistir a la romería de San Bartolomé, en el Cañón del Río Lobos, y de regreso a Madrid, decidiera darme una vuelta por el monasterio de Santa María de Huerta. Calurosa la tarde de aquél 24 de agosto, la gente que esperaba la apertura del monasterio, deambulaba del pórtico a la maqueta del lugar, y de ésta a los restos arqueológicos de lo que fuera el patio primitivo, que se puede datar en aquél año de 1162, fecha considerada, a grosso modo, como la de su fúndación. De sus hombros -en la mayoría de los casos- colgaban bolsas y mochilas y en sus manos se alternaban, simultáneamente, cámaras fotográficas y botellas de agua.
Pasaban varios minutos de las cuatro de la tarde, apenas una insignificancia dentro del cómputo general del tiempo, pero que, paradójicamente, significan una eternidad cuando se desea ver, investigar y disfrutar de un lugar que, al cabo de los siglos, aún conserva tantos matices como misterios con los que asaltar las febriles puertas del universo de la imaginación.
Uno de estos matices o misterios -utilícese el adjetivo que mejor convenga- lo constituyen, sin duda, las variadas e incomprensibles marcas de cantería localizadas en la fachada principal de acceso al templo, y que continúan en la pared lateral, junto a la que se ubica el pequeño cementerio.
Espirales, símbolos del infinito, estrellas de cinco puntas, así como otras curiosas marcas de difícil catalogación, en las que tal vez -digo, tal vez- las ramificaciones definan, en plan de clave, generaciones familiares de canteros.
[continúa]
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