Tierras Altas sorianas: ruinas del convento templario de San Pedro el Viejo
Tierras Altas de Soria. Una región donde en tiempos predominó la cultura celtíbera. De hecho, estas tierras proveyeron de guerreros a la cercada Numancia, hasta que ésta, después de años de épica resistencia, sucumbió a la formidable maquinaria de guerra de las legiones romanas de Escipión el Africano. San Pedro Manrique, Yanguas, Magaña...son sólo algunos de los lugares que, cargados de Historia, conocieron el dominio de otros pueblos guerreros, como los árabes y acogieron el asentamiento de otros pueblos hispanos durante la Reconquista. Con ellos, naturalmente, llegaron las órdenes militares de caballería. Y con ellas, como no podía ser menos, la siempre controvertida y belicosa Orden del Temple, cuya huella se localiza en numerosos lugares de la provincia.
Tranquilo durante buena parte del año, es sin embargo durante la mágica noche del solsticio de verano, o festividad de San Juan, cuando San Pedro Manrique vuelve a encontrarse repoblado por los cientos de visitantes que acuden atraídos por la fama de sus hogueras y el consiguiente paso del fuego. Y realmente puedo dar fe de que resulta un espectáculo electrizante.
En estas tierras, hermosas pero duras, es natural, también, que existan multitud de leyendas. Curiosamente, abundan las relacionadas con gigantes y con templarios. Documentos -al menos a disposición de los investigadores- quedan pocos, si es que queda alguno. Pero su falta la suple a veces, y con creces, esa tradición oral que, aunque se está perdiendo con los años, aún afortunadamente subsiste. Muchos son los lugares en Soria, sobre los que oralmente pesa la significativa frase fue de templarios. En San Pedro Manrique, sin embargo, se va más allá cuando uno pregunta por las ruinas de San Pedro el Viejo. La respuesta, por lo general, suele ser siempre la misma: fue un convento templario.
Acceder hasta la colina sobre la que se asienta, aproximadamente a un kilómetro del casco urbano, no es fácil; además, una cerca de alambre la aísla, y aunque nadie suele decir nada si te ven atravesarla, cierto es que se tiene la sensación de que te observan.
De este arcano edificio, fechado en los siglos XII-XIII, apenas sobrevive parte de la planta de la iglesia, el torreón, y un ábside que cualquier día, rendido, se dejará caer sobre la tierra. En su suelo, se aprecian heces resecas del ganado, y las magníficas pinturas que un día decoraron su interior, se han perdido irremisiblemente. La barbarie, pues, se ha cebado sobre el lugar, y aunque aún, a duras penas y forzando mucho la vista, se puede apreciar el contorno de dos caballeros luchando, lo que sobresale -y de qué modo- son los numerosos grafitis que arañan la pared como zarpados de bárbaras fieras. Sorprende, eso sí, la delicadeza -si tal cosa es posible en tamaña insensatez- con la que el grafitero anónimo dibujó dos símbolos presumiblemente celtíberos: uno que no sabría identificar, y el otro, un inconfundible indalo
Aún así, creo que merece la pena echar un vistazo, dejando como el testimonio del paso por el lugar de unos soldados de Cristo cuya sombra, alargada como ninguna, se obstina, aún teniéndolo todo en contra, a desaparecer.
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