Tras las huellas del Temple en Pimiango, Asturias: las misteriosas ruinas del monasterio de Santa María de Tina



En ocasiones, seguir esas inciertas huellas que los caballeros templarios dejaron tras de sí, obliga, al investigador interesado a realizar extraños viajes y peculiares excursiones, viéndose en la necesidad de adentrarse en lugares remotos y solitarios, no exentos de riesgo, aunque de cualquier manera, repletos de belleza y de aventura.



Si algo he aprendido sobre ellos, durante estos arduos años siguiendo una sombra que se torna más escurridiza cuanto mayor es el empeño por perseguirla, es que, además de que eran unos auténticos expertos en ocultar, precisamente eso, sus huellas, solían, también, establecerse en los lugares más apartados y de difícil acceso, eligiéndolos –y no por casualidad, como iremos viendo- como hogar y morada ideales, dejándose llevar, en muchas ocasiones, por unos intereses y unas ambiciones, que cada día se nos antojan más ambiguas e incomprensibles.



Tal sería el caso, presumiblemente, de éstas apartadas ruinas, mal herido testimonio de lo que un día fuera el imponente monasterio de Santa María de Tina. Y no obstante, bien conocido por aquéllos peregrinos medievales, que elegían este duro Camino de la Costa, para evitar funestos encontronazos con las vanguardias musulmanas, que campeaban a sus anchas por Hispania, tanto la Ulterior como la Citerior.



Llegar hasta ellas significa, no obstante, introducirse en un entorno, que poco o nada ha cambiado desde aquellos remotos siglos, en los que el descubrimiento en Llibredón de los supuestos restos del apóstol Santiago, trajeron, como primera consecuencia, la reactivación de unos caminos que ya eran sagrados, milenios antes de que las augustas legiones romanas trazaran sus calzadas por montes y valles en su empeño por doblegar a astures, galaicos, cántabros y vascos, siglos antes de que benedictinos, cistercienses, cambeadores, templarios y hospitalarios se desperdigaran por los puntos clave, haciendo posible la reapertura de un tráfico económico y cultural de primera magnitud, que había quedado estancado después de la caída del Imperio Romano de Occidente.



Situadas, aproximadamente, a dos o tres kilómetros del pueblecito asturiano de Pimiango, y a poco más de seis kilómetros de San Vicente de la Barquera y la frontera cántabra, su entorno ya resulta, no obstante, peculiarmente revelador, pues en las proximidades se localiza uno de los enclaves prehistóricos más sobresalientes del Principado de Asturias, como es la Cueva del Pindal, situada a la vera de unos acantilados de vértigo, sobre los que se abate, con toda la fuerza de su enorme magnitud, uno de los mares más singulares y significativos, cuyas aguas todavía arrastran multitud de leyendas: el Mar Cantábrico.



Derruido el monasterio, hasta el punto de considerarse una empresa imposible la acometida de su reconstrucción y situadas en pleno corazón del monte, a escasos metros de distancia de unos acantilados de vértigo, que en algunos puntos de este tramo costero dieron lugar a los tradicionales ‘bufones’ –el agua marina asciende furiosamente por los socavados interiores de la roca, produciendo un ruido similar a un monumental bramido- y a multitud de leyendas asociadas, sus ruinas, parcialmente tomadas al asalto por una exuberante vegetación que las confiere ese aspecto de melancólico romanticismo, que tanto le gustaba al genial arquitecto catalán, Antoni Gaudí, guardan infinidad de misterios en su contemplativo silencio.



El lugar, un bosque de los denominados antiguos, parte de esa remota España de la que se decía que una ardilla podía recorrerla de punta a punta, deslizándose a través de las ramas de sus árboles, es un lugar, sin duda hermoso, pero que a la vez impone.



Se supone, aunque sólo se mantienen algunas tradiciones, poco o nada aceptadas por la ortodoxia oficial, que este monasterio perteneció a los templarios, como se ha dicho, y algunas circunstancias, también comentadas –estar situado en las inmediaciones de un lugar de culto antiguo, la propia soledad del mismo y la asistencia al peregrino- así parecen corroborarlo.



Todavía, a principios del siglo XX, como así se constata en un artículo de un miembro de la Real Academia de la Historia, José F. Menéndez, publicado en el Boletín de la Sociedad Española de Excursiones en diciembre de 1927, los peregrinos que se aventuraban a hacer el Camino de la Costa y recalaban en este fantástico lugar –ya en ruinas- tenían, sin embargo, ocasión de ver y orar ante la antigua imagen románica de la Virgen de Tina: precisamente, la misma que se custodia, a cal y canto, en la cercana ermita de San Emeterio, en cuya cercanía se levanta el moderno Centro de Interpretación de la cueva prehistórica del Pindal.



Según lo que nos cuenta este erudito –que por apellido, podría ser tocayo- había dos imponentes estatuas románicas, de piedra, a ambos del pórtico principal de acceso al templo, que los lugareños habían considerado, desde tiempos inmemoriales, como las estatuas de dos caballeros templarios. Dichas estatuas, que posiblemente fueran representaciones de dos santos, fueron trasladadas al Museo del Prado, de Madrid, para su restauración.



Y ya fuera por los avatares de la Guerra Civil o porque alguien las consideró interesantes, nunca más se volvió a saber nada de ellas, aunque es de suponer que se conserven, incluso descatalogadas y completamente olvidadas, en los almacenes subterráneos del museo, donde se supone que hay una inmensa cantidad de tesoros artísticos, de todos y cada uno de los lugares de España, durmiendo su sueño eterno.



Actualmente, también son muchos los peregrinos que eligen este duro camino –denominado de varias formas: del Cantábrico, de la Costa, Camino Inglés, etc- y no es difícil observar su arribada a puertos que ya venían acogiéndolos desde tiempos inmemoriales, como Castro-Urdiales, Santoña, San Vicente de la Barquera o Llanes.



También, sin duda motivadas por la reactivación de los diferentes caminos a Santiago, las autoridades locales han habilitado los tramos que recorren esta parte de la costa, donde se asientan tan nostálgicas y románticas ruinas.



Sin duda, todo un acierto, pues, como ya se ha dicho, el entorno no sólo es privilegiado, sino que además ofrece multitud de atractivos, sobre todo a los amantes de la aventura y la naturaleza.



Fuera o no de templarios este monasterio, les aseguro que merece la pena embarcarse en la aventura de descubrirlo, dejándose llevar por la magia tan particular, que emana de un lugar que todavía conserva buena parte de su antiguo esplendor.



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AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, como el vídeo que lo ilustra (excepto la música, reproducida bajo licencia de Youtube) son de mi exclusiva propiedad intelectual.


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