Tras las huellas del Temple en la catedral de Cuenca


Hay autores que señalan, posiblemente desde una perspectiva más afectuosa que objetiva, que fueron los templarios quienes introdujeron en Occidente un estilo arquitectónico revolucionario, que habría de dejar completamente obsoleto al estilo románico que imperaba hasta entonces: el gótico. Con el gótico, las catedrales, principalmente -todas ellas, salvo algunas excepciones, dedicadas a la figura de Nuestra Señora (1)- alcanzaron un nivel de técnica y perfección tan sorprendente, que incluso en tiempos modernos fueron todo un ejemplo arquitectónico a seguir, independientemente de que hubiera arquitectos, como el genial Antoni Gaudí, que lo consideraban incompleto y llegaran a afirmar, en algún momento de su trayectoria y posiblemente dejándose llevar por su espíritu romántico, que se apreciaba mucho mejor su auténtica grandeza en estado ruinoso e invadido por la naturaleza. Anécdotas y opiniones aparte, tampoco sería la primera vez que las poderosas arcas financieras del Temple salieran a relucir, como garantes o promotoras en la sombra de más de una catedral. En base a ello, parece ser que con ésta catedral conquense existe cierta suspicacia en tal sentido, si bien, como ocurre con la mayoría de catedrales, apenas sobrevive una parte de aquél sueño original transmutado a la piedra, que llevaron a cabo unos canteros, de origen normando, supuestamente, que junto con los templarios y otras órdenes de caballería acompañaron al rey Alfonso VIII en su campaña de cerco y toma de la ciudad. Quizás, parte de esa supuesta y aparentemente legendaria atribución se deba, entre otras cosas, a la cercanía que estuvieron de ésta, si tomamos como buenas las referencias que los situaba en las inmediaciones, en aquélla defenestrada y completa ruina que es hoy en día, la iglesia de San Pantaleón. No obstante, y sin pretender hacer cátedra de un tema en apariencia tan poco sostenible, sí podrían hacerse algunas valoraciones, siempre desde una perspectiva subjetiva, hipotetizando sobre algunos objetos y su aparente simbolismo añadido, que de una manera aproximativa, pudieran tener cierta relación, siquiera por cuestión de paralelismo a esa supuesta línea de pensamiento que los templarios desarrollaban, tanto en los edificios que construían como en aquellos otros que habitaban, sobre los que solían poner los signos de reconocimiento, como así les recomendaba el Maestro Roncellin, si hemos de creer, a su vez, en unos no menos hipotéticos estatutos secretos de la orden, accesibles sólo a un círculo muy reducido de hermanos.

Evidentemente, y como se decía al principio, una de las mayores inconveniencias radica en que hoy por hoy, son pocas o ninguna las catedrales que mantienen intacto su estado original. Por el contrario -y la catedral de Cuenca no constituye ninguna excepción a la regla-, todas ellas han visto modificada su estructura con demoliciones y añadidos posteriores que, sirvan de advertencia, dificultan y obstruyen sobremanera la persecución de unas pretendidas señales, que habría que remontar, cuando menos, a los siglos XII y XIII. Sí podría tomarse como cierta, sin embargo, aquella aseveración de Unamuno, que veía, tanto en la presente catedral, como en la de Barcelona, y posiblemente refiriéndose a lo curioso y a la vez complicado de su estructura –no tan fácil de entender, por lo menos a simple vista, como, en su opinión, la pulchra leonina de León, sencilla pero elegante, aunque sin tener en cuenta el extraordinario universo filosófico oculto detrás de sus monumentales esculturas-, un lugar decididamente misterioso. Misteriosas podrían considerarse, por otra parte, ciertas imágenes desplegadas en las tres puertas principales, en cuyas alegorías –incluida la imaginería vegetal y los diferentes rostros, tanto humanos como fantásticos que surgen de ella, detalle que pudo haber llevado a C.G. Jung a afirmar aquello de que la adoración de la belleza de la naturaleza conduce al cristiano medieval a ideas paganas (2), en referencia a las sugerencias de los denominados como Primeros Padres de la Iglesia-, podría intuirse un doble sentido que, a modo de clave, pudiera ser interpretado por los hermanos de la Orden más allá de su aparente literalidad.



Tampoco parece casual, en absoluto, que una de las referencias a los caballeros del Santo Grial –como también se consideraba a los templarios-, figure en el propio escudo de la ciudad –un cáliz y una estrella de ocho puntas-, coincidiendo, además, con la época de mayor auge o difusión de la literatura griálica medieval, siendo las epopeyas más significativas, precisamente, aquéllas que escribieron, aparentemente, dos templarios; o cuando menos, y en su defecto, dos personajes que mantenían unos lazos muy estrechos con la Orden: Chrétien de Troyes y Wolfram von Eschenbach, con sus respectivos El cuento del Grial y Parzival. A este respecto, puede resultar interesante remarcar, que entre ese mencionado simbolismo que aúna personajes de diversa índoles –incluida la salvaje- aventurados –como transcurren muchos de los episodios relaciones con la queste del Grial-, se aprecie algún otro símbolo que, además de pasar desapercibido generalmente, pueda llegar a ser también relevante. Y entre ellos, no se me ocurre otro mejor que todo un símbolo que, hipotéticamente hablando, alude, por referencia, a una de las advocaciones de esas Nuestra Señora, más relacionada con los templarios: la encina.

Otra referencia, igualmente relacionada con ellos, sería la espina, no siendo pocos los lugares así denominados donde se constata su presencia, detalle que podría entreverse en el personaje que se la está quitando de la planta de su pie izquierdo, centrados otra vez en la simbólica añadida a esas seis esculturas que ya comentábamos que se localizan en las puertas de acceso, donde también se aprecia la figura de un rey sometido al poder de Dios y de la Iglesia, al que el Temple no debía pleitesía; una posible alusión a Pan y los antiguos misterios, que puede, quizás suponerse en el trasfondo de ese personaje que se encuentra tocando la flauta o caramillo y en los bucles de cuya peinado, se aprecia, así mismo, todo un símbolo universal: la doble espiral; o ese posible aviso de precaución que puede llevar la inclusión de un personaje, seguramente alusivo a la figura de Judas Iscariote, que sostiene un puñal en su mano derecha mientras sujeta ávidamente una bolsa repleta de monedas en su mano izquierda. Interesante, por añadidura, resulta, también, la presencia, en el maderamen de las puertas, no sólo de los característicos hombres-verdes celtas, sino, además, la profusión de un símbolo inequívoco de la Madre, la matriz y la fecundidad: el triángulo invertido. Cierto parece, no obstante todo lo expuesto hasta aquí, que la base de los pilares del crucero forman una perfecta cruz patada, y que, en la forma de las tracerías del triforio, se puede entrever todo un símbolo trascendental: la cruz Ansata o cruz de la Vida, cuya forma, no es desconocida en la planta de más de un edificio considerado como templario, entre los que cabe destacar la ermita de San Bartolomé, en el Cañón del Río Lobos.

(1) Es antigua la teoría que señala que las catedrales francesas, dedicadas precisamente a  la figura de Nuestra Señora, se levantaron de tal forma que conforman en la tierra el detalle exacto de la configuración de estrellas que muestran en el firmamento aquella constelación que conocemos con el nombre de Virgo; es decir, la Virgen. Incluso puede venir a colación, incluir la pretendida aseveración templaria que afirmaba aquello de: con Ella empieza y termina nuestra Religión.

(2)    C.G. Jung: ‘Símbolos de Transformación’, Editorial Trotta, S.A., Madrid, 2012, página 95.

 Publicado en STEEMIT (@talentclub) el día 2 de mayo de 2018: https://steemit.com/talentclub/@juancar347/la-catedral-de-cuenca-y-los-templarios

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