Castrojeriz: las misteriosas ruinas del convento de San Antón
‘…Los antonianos se
mantienen en el Camino, pero lejos de la masa y de la curiosidad. No
intervienen en asuntos políticos ni militares, ni permiten que se sepa de ellos
más allá de esa media filiación que aparece en las escasas historias que los
mencionan. Y cuando desaparecen, allá a fines del siglo XVI, se van con la
misma silenciosa discreción con la que llegaron. Un buen día ya no estaban
donde siempre, su convento se había quedado vacío, solitario. Ningún obispo ni
ninguna orden reclamó su herencia…’ (1).
Siguiendo la trama de la
argumentación de Juan García Atienza, elegida como introducción a la presente
entrada, se puede decir, en parte, que la historia de este asombroso lugar
podría continuarse, en vista a lo que se puede contemplar de él en la
actualidad, alegando que, si bien ni obispos ni tampoco otras órdenes lo
reclamaron para adaptarlo a sus fines e inventarios –cosa que ya de por sí
llama mucho la atención-, sí hubo, no obstante, dos herederos conocidos que, a
su manera, arramplaron con el entramado
de un lugar que en aquéllas oscuridades medievales debió de constituir, con
toda probabilidad, todo un acierto de arquitectura sacra. Los dos herederos por
antonomasia, no son otros que el tiempo y los hombres. El primero, haciendo
venerables cuando no románticas a las ruinas, y el segundo, rapiñando sin orden
ni concierto algo que debería de haber tenido un destino mejor que el de servir
de material de relleno para las casas, cercados
y posiblemente templos cercanos a su piadoso entorno.
De hecho, y al hablar de este
casi irreconocible convento de San Antón –fundado por el rey Alfonso VII en el
siglo XII-, conviene no olvidar, en absoluto, que este lugar, situado a las
afueras de Castrojeriz, allá donde, al parecer, estaban el palacio y la huerta
del rey Pedro I de Castilla, constituyó la encomienda General de la Orden de
San Antón en los reinos de Castilla y Portugal. Y tampoco conviene olvidar, que
a una distancia en modo alguno excesiva, ni aún para las caballerías de la
época, y situada también en pleno Camino de Santiago, estaba una de las
principales encomiendas de una orden militar con la que los antonianos
mantenían unos lazos mucho más que fraternales: la encomienda templaria de
Villalcázar de Sirga, en tierras ya de la vecina provincia de Palencia.
Si en ésta, se veneraban
fervorosamente los numerosos milagros atribuidos a la figura de la Virgen
Blanca, en aquélla, y valiéndose, quizás, de prácticas poco ortodoxas –de ahí,
posiblemente, el halo de leyenda y esoterismo que rodeaba a la Orden-,
aliviaban y en algunos casos llegaban a curar los terribles efectos de una
enfermedad parecida a la lepra, hoy día conocida como ergotismo –por el nombre
de un alcalino contenido en el cornezuelo de centeno-, pero que en tiempos
medievales recibía diversos nombres, siendo los más conocidos aquellos de fuego
sagrado, fuego infernal, fuego de San Antón y mal de los
ardientes. Un alcalino que, dicho sea de paso, y según modernas
investigaciones, tuvo mucho que ver en el proceso de brujería seguido en 1692
en Salem, Massachussetts, en el que varias mujeres así como también algún
hombre fueron quemados en la hoguera, dentro del marco de estricto puritanismo
instalado en el Nuevo Mundo e importado del más extremo de los conservadurismos
religiosos europeos.
Sorprende, por otra parte, y a
pesar de su estado poco menos que deplorable, observar cierta familiaridad
entre la portada principal de este convento de San Antón y la portada lateral
de la iglesia de Santa María la Blanca, en Villalcázar de Sirga; precisamente,
la portada que da acceso a la denominada Capilla de Santiago, en la que, como
vimos en la entrada anterior, se conservan tres magníficos sepulcros
policromados, pertenecientes al infante Don Felipe, hijo de Fernando III el
Santo y hermano de Alfonso X el Sabio; a su segunda mujer, Doña Inés Rodríguez
Girón y a un misterioso personaje, que algunos identifican como Juan de
Pereira, caballero de la Orden de Santiago y otros abogan, bien por un
importante caballero templario, bien por el propio maestro cantero bajo cuya
instrucción se levantó el templo.
Aunque debido a su desgaste y
desperfectos, resulta poco menos que imposible seguir la trama argumentativa de
esta auténtica rosaria pétrea (2), sí llama la atención la localización, en su
parte central –que sirve, además de base a una pequeña hornacina, sobre la que
cabe especular la presencia en tiempos de alguna imagen de la Virgen, o quizás,
del propio San Antón-, de la figura de un posible orante, así como otra figura,
de inequívoco simbolismo, que muestra lo que parecen ser dos leones
abalanzándose sobre un buey. Enfrente de la portada, se encuentran todavía las
hornacinas donde los monjes antonianos depositaban alimentos para los peregrinos.
Hornacinas, que en la actualidad éstos, los peregrinos modernos, utilizan para
dejar mensajes y toda clase de exvotos.
Hoy en día, en las ruinas del convento existe un
pequeño hospicio, aunque con las instalaciones más básicas. Además, el lugar,
dicho sea como dato anecdótico, conforma, repleta de suspense, la trama de uno
de los capítulos más interesantes del libro de Matilde Asensi, ‘Iacobus’.
(1) Juan García Atienza: 'El Camino de Santiago: la Ruta Sagrada', Ediciones Robinbook, S.L., Barcelona, 2002, página 214.
(2) Con el nombre de rosaria, se denominaban los libros en la Edad Media.
Comentarios
Sin embargo, al llegar al impresionante monumento, abandonado a su ruina, lleno de zarzas y matorrales, toda la fatiga del camino desapareció. La magia y el misterio campaban por sus respetos entre los montones de piedras derribadas. Los escudos con cruces antonianas y, sobre todo, ese magnífico rosetón con las doce Tau, nos conquistó el alma.
Lamentablemente, las esculturas de su magnífica porta gótica están completamente perdidas y ya no podemos entender lo que quieren decirnos. Pero, sin duda, había de ser un mensaje sumamente interesante.
Salud y fraternidad.
Salud y fraternidad.