Los templarios de Augas Santas
Situada a escasos cuatro, como
mucho cinco kilómetros de Allariz, Santa Mariña de Augas Santas sobrevive
inmersa en los misterios de su ancestral, cuando no abismal historia. Si ya al
poco de adentrarse en su entorno, el viajero tiene la incierta sensación de
haber cruzado la frontera de otro mundo, habría que imaginarse la sensación que
alienta en el alma del peregrino cuando los avatares de su ruta le obligan a
aventurarse por senderos donde castaños y carballos –o robles, si se prefiere-,
forman con sus milenarias ramas un paraguas natural, donde las sombras
envuelven un mullido lecho, en el que todo tipo de maleza, helechos y espinos,
principalmente, combaten sigilosamente por el dominio del suelo, alrededor de
peñas inmemoriales, parcialmente invadidas por la hiedra y el musgo. Bosques
umbríos, que aún conservan el eco de antiguas gestas, el grito de guerra de los
furibundos berseckers celtas lanzados con desenfrenada furia contra el
invasor, romano o no, e incluso el chasquido seco de las pequeñas hoces de oro
de los druidas, recolectando el muérdago para la elaboración de sus pócimas sagradas.
Bosques semejantes, cuando no los mismos, donde la luna llena inducía instintos
homicidas en la ambivalente personalidad de un lobo reencarnado en hombre
–entiéndase, Romasanta- y donde, a pesar del agua bendita y el apostólico y
romano consolamento del ego te absolvo, aún late con fuerza el corazón
de la antigua Diosa Madre. Si consideramos estas sensaciones, e incluso algunas
otras que de una manera muy española solemos guardarnos en el bolsillo por ese
temor ridículo al qué dirán, y volvemos la vista atrás, hacia esa mediática
mezcla de santos y demonios, de pater noster y espada en mano, y casual
o causalmente vecinos cuando no inquilinos de lugares que exhalan auténticas
vaharadas de pagana heterodoxia, como fueron los templarios, ¿hemos de extrañarnos
de su presencia en estos lares, sujetando las bridas incluso del corcel de la
presunción, por falta de certificados históricos que nos ofrezcan la absoluta
seguridad del ego sum?. Hágalo quien quiera, que en su pleno derecha
está. Personalmente, prefiero pasarme y afrontar dos, cuatro, siete, nueve o
doce bofetadas, que no llegar y vivir eternamente con el fantasma del lobo
disfrazado de cordero que en muchas ocasiones ha demostrado ser la falsa
prudencia, y mucho de los que la ponen en práctica cuando las canas pintan
bastos. Y como bien dijo en su momento Gérard de Séde (1), pues si los
pergaminos que con frecuencia devoran las llamas son los archivos de los
grandes, los archivos del pueblo, que nada borra, son sus canciones…
Por otra parte, si el viajero o
el peregrino, ha tenido la feliz idea de recalar antes en Xunqueira de Ambía
–poco menos, que igual de equidistante de Santa Mariña, que Allariz- apreciará
una más que notable familiaridad en su iglesia, y no podrá por menos que
suponer, justamente, que los canteros que elevaron hacia los cielos la
espectacular Colegiata de Santa María, obraron también el prodigio de levantar
la imponente iglesia parroquial de Santa Mariña, en cuyo interior se conserva
el supuesto sepulcro o mausoleo de la Santa. Una santa que, a juzgar por la
opinión y las investigaciones de numerosas personas, nunca existió, pero en la
raíz de cuyo nombre –como en la beatificada y suprema figura de María- volvemos
a encontrarnos con la sombra, acurrucada y siempre a la expectativa, de Mari,
la figura ancestral: aquél elemento insustituible, universal y matriarcal, que
el hombre primitivo ya intuía y veneraba, cuando plasmaba, con inaudita
devoción, el inequívoco símbolo de la vulva femenina en lo más recóndito e
inaccesible de las cavernas.
Y observando, precisamente la
iglesia, que bien pudiera considerarse –detalle arriba, detalle abajo- como gemela
de la de Xunqueira, quizás se pregunte, de paso y no sin motivo, el por qué de
un templo de semejantes características, para un poblado tan relativamente
pequeño, y por qué la tradición, ese cantar que el pueblo nunca borra,
coincide en volver a situar aquí la presencia de templarios y canónigos
regulares de San Agustín, sobre todo cuando la zona, bien mirado, tampoco
parece revestir una importancia estratégica, en principio destacable.
La explicación –y con ella,
volvemos a hipotetizar sobre esa otra función de custodios de la Tradición,
atribuida a los templarios- radique, posiblemente, en los abundantes restos, de
origen megalítico y celtíbero, tan abundantes en el lugar, independientemente
de que muchos de ellos, por desgracia, no hayan sobrevivido a nuestros días,
como tampoco sobrevivieron aquéllos otros tan importantes –sobre todo los
dólmenes-, situados también dentro de los antiguos caminos de peregrinos a su
paso por la vecina provincia de Lugo, pero que todavía, no obstante, recuerdan
los habitantes de Vilar de Donas, cuya iglesia podemos definir como un lugar no
sólo fantástico, sino a la vez enigmático en el que, por alguna curiosa razón,
deseaban ser enterrados muchos caballeros santiaguistas. Algo similar ocurre,
no obstante salvando las diferencias, también aquí en Santa Mariña, con la
denominada cripta o forno da santa donde, a juzgar por las lápidas y la
relevancia de los símbolos grabados en ellas, se podría pensar en caballeros y
personajes relevantes, que por una desconocida razón, decidieron dormir el
sueño eterno aquí, en un reducto netamente pagano utilizado, como algunos otros
que se reparten por la geografía gallega y según el punto de vista de
historiadores y arqueólogos, como horno crematorio de los antiguos celtas.
Posteriormente cristianizado, y
lugar donde se sitúa una de las tres fuentes, que según la tradición, brotaron
milagrosamente al rodar la cabeza cortada de la santa, toda especulación es
poca, a la hora de preguntarse qué importancia tenía este lugar; es decir, este
antiguo poblado celta, sobre el que se realizó, así mismo, otro gran despliegue
de medios y recursos, intentando construir encima otra iglesia que, a juzgar
por las proporciones de la base construida, debió de ser, en proyecto, otro
templo que en modo alguno cuadra con un lugar, que no pasaba de ser, a fin de
cuentas, una simple aldea, tan pequeña como las muchas que hay repartidas a
todo lo largo y ancho de Galicia. Si esto constituye uno de los grandes enigmas
del lugar, no menos importante, obviamente, resulta otra espinosa cuestión
relacionada, como es aquélla que inevitablemente conlleva a preguntarse, por
qué nunca se finalizó. ¿Qué se pretendía, realmente, ocultar en aquél lugar,
levantando lo que, a priori, iba a ser el templo dedicado a Nª Sª de la
Asunción?. ¿Se realizaban ignotas ceremonias en su lóbrego interior,
aprovechando, como sostienen algunos, esas cualidades telúricas que parecen
alentar en el lugar?. ¡Quién sabe!.
De regreso al pueblo, no sólo
conviene mencionar los paralelismos simbólicos entre los motivos –capiteles y
canecillos, principalmente- coincidentes entre este templo de Santa Mariña y el
de Xunqueira de Ambía, donde llama la atención, el de la curiosa figura erótica
de un perro sentado sobre sus cuartos traseros, enseñando desvergonzadamente
los genitales –lejos de su aparente connotación erótica, ¿podríamos
considerarlo como un guiño, una burla de las hermandades gremiales que
trabajaron allí, un desprecio, quizás, hacia el estamento eclesial representado
por la inflexible y estricta Iglesia de Roma?-, sino también la proliferación,
en los rosetones, de cruces que sirven como modelo de los diferentes tipos de
cruz utilizados indistintamente por el Temple. Y aún hay más; un símbolo
singular, que nos recuerda a otro lugar relacionado, como es San Pedro da
Mezquita: el Agnus Dei.
Si bien, en el templo de San
Pedro da Mezquita existe la singularidad de que hay dos preciosos Agnus Dei
–sin contar el que se localiza grabado en el tímpano de la portada oeste,
bastante más primitivo y tosco- de los cuales, uno de ellos, significativamente
mantiene la cabeza girada hacia el norte, el Agnus Dei de la parroquial de
Santa Mariña, situado en la cabecera, observa fijamente hacia el este,
recostado al pie de una curiosa cruz de brazos florenzados; o flor-lisados; o,
apurando lo inapurable –que por algo lo hipotético nos concede ciertas
libertades-, ¿se podría observar en esos brazos, la forma encubierta de ese
símbolo primordial, de ese árbol de la vida, conocido popularmente como
la pata de oca?.
Misterios, pues, hay para dar y
tomar. Y vuelvo a repetir, en un lugar tan pequeño, sin contar con la preciosa
cruz patada que conforma el escudo que se levanta por encima de la puerta de
acceso a la casa parroquial, ni aquélla otra, que se vislumbra al pie de uno de
los numerosos cruceiros, localizándose, cuando menos, singulares símbolos
reconocidos desde el alba de los tiempos –la espiral, el triple recinto
celta…-, mezclados –lo que nos remite a lo que comentábamos al principio- con
los típicos del Cristianismo.
En resumidas cuentas: no sólo tenemos en Santa Mariña
de Augas Santas un destino fantástico para todo enamorado de la Naturaleza en
su estado puro, sino que también, resulta un lugar imprescindible para todo
amante de los enigmas históricos, de los símbolos ancestrales y de una de las
órdenes medievales de caballería más fascinantes de la Historia: la de los
caballeros templarios.
(1) Gérard de Séde: 'El tesoro cátaro', Plaza & Janés, S.A., Editores, 2ª edición, diciembre de 1969, página 208.
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