Castellar de la Muela: ermita de la Virgen de la Carrasca


'En muchos casos, la visita curiosa a lo insólito se convierte en una búsqueda de las huellas del hecho, que sabemos se produjo por determinados rincones y que tuvo que dejar un testimonio que sería apasionante encontrar...' (1).

Dentro del ámbito de influencia del Señorío y Tierra de Molina de Aragón, pero no obstante, apuntando hacia Teruel y esa zona tradicionalmente caliente y mágica, que es el Maestrazgo, volvemos a encontrarnos alguna referencia a la presencia, en tiempos, de la Orden del Temple. Evidentemente, y como viene siendo harto frecuente en cuanto al Temple y sus habitáculos o posesiones se refiere, nada documentado, pero sí tradicional.
Ahora bien, antes de entrar en detalles, conviene situarnos. Y para ello, nada mejor que, dejando atrás Molina de Aragón y las espectaculares murallas de su histórico castillo, encaminemos nuestros pasos hacia Teruel, siguiendo el trazado de la carretera nacional 211. Nuestro destino, en realidad, no está lejos. Apenas una docena de kilómetros separan la capital molinesa de un pueblecito, Castellar de la Muela, que duerme su sueño ancestral alrededor de una parroquial que ya comienza a avisarnos de un detalle que será harto frecuente en el arte religioso que hemos de encontrarnos, si continuamos nuestro camino y pasamos de largo, en la vecina provincia turolense: la existencia, en su nave, de un cimborrio o cúpula hexagonal. Detalle que se aprecia, igualmente, en otras iglesias molinesas, como podría ser, por citar un ejemplo, la de San Bartolomé, en Tartanedo, situada enfrente de una fuente vecinal -regalo del que fuera arzobispo de Zaragoza y nacido en el lugar, don Manuel Vicente Martínez-, no muy lejos, para más referencias, de una bocacalle en la que una antigua casona luce en su monumental escudo la presencia de dos hombres salvajes.
No obstante, para nuestros propósitos de acceder al lugar en el que se asienta la ermita de la Virgen de la Carrasca, no es necesario adentrarnos en el casco urbano de Castellar, sino que, continuando por la carretera y hacia el final del pueblo, nos desviaremos hacia la izquierda, teniendo como inigualable referencia la ermita del Humilladero. A partir de ésta, seguiremos un camino rural, sin asfaltar, que, algunos metros más adelante, se bifurca. En éste punto, habremos de tomar la senda de la derecha, aventurándonos por un estrecho camino que circunada unos campos de labor. No tardaremos en divisar la ermita, aunque aún tendremos que conducir un buen trecho, hasta encontrar un sendero que, permitiendo el giro hacia la izquierda, separa los campos labrados y ofrece el acceso a la explanada en la que se encuentra asentada la ermita.
Ciertamente, lo que nos encontramos a simple vista -y no desagradable, en absoluto- es una atractiva ermita rural, datada en el siglo XII, que sorprende por su excelente estado de conservación, independientemente de las reformas que hayan sido realizadas en diferentes periodos históricos. La tradición oral, a la que hacía referencia al comienzo de la presente entrada, pretende ver en ella, la iglesia sobreviviente de lo que fuera en aquéllos tiempos, siglos XII-XIII, un convento de templarios; si bien es cierto que, aunque lo consigna como dato, Antonio Herrera Casado, un gran especialista en Guadalajara y su provincia, lo considera, sin embargo, como fábula (2).


Por otra parte, otros especialistas en el tema, como Ángel Almazán de Gracia, contemplan, en su novísima Guía templaria de Guadalajara (3), esta misma tradición, recogida en el Nomenclátor de los pueblos de la diócesis de Sigüenza -que según su opinión, que de hecho no pongo en duda, suele plagiar bastante a Madoz- donde se consigna que la iglesia perteneció a los templarios, cuyo convento se demolió a principios de este siglo. Referido, obviamente, al siglo XX.
No obstante su aparente tosquedad, llama la atención, no sólo la ausencia de simbolismo que pudiera servirnos como referencia comparativa con otros templos atribuídos a la Orden, a excepción de unos capiteles en su pórtico de entrada, excesivamente desgastados, en los que, por lo poco que se puede observar, predominan los motivos netamente foliáceos. De manera aparente, y coincidiendo con la apreciación de Almazán en cuanto a la forma de saetera de la ventana absidial, la inclinación del porche cubierto, así como la estrechez, tanto de la puerta de entrada al mismo -prácticamente, hay que entrar encorvado- así como la estrechez y grosor de los ventanales, induce a pensar que podrían cumplir, también, posibles funciones defensivas.
Otro detalle a tener en cuenta -poco menos que constante, en lo que se refiere a numerosos emplazamientos templarios o considerados como tales- es la existencia, bien en el mismo lugar o bien en las inmediaciones, de antiguos asentamientos; en éste caso, de índole celtíbera, como es el denominado de los Villares.
Por otra parte, y a diferencia de los denominados graffiti de peregrino, que copan la madera de la puerta de acceso al templo, llama la atención, en las inmediaciones del ábside, la presencia, profundamente delimitada y marcada en la piedra, de una cruz monxoi de brazos patados.
Pudo o no, haber pertenecido a la Orden del Temple. Pero lo que es seguro, es que esta ermita de la Virgen de la Carrasca, constituye un hermoso ejemplo de templo rural, que ha sobrevivido a la rapiña y devastación, mostrándose más o menos como fue en aquellos misteriosos y lejanos tiempos, en los que las avanzadillas cristianas, en plena Reconquista, comenzaban a apuntar hacia el Califato de Córdoba.



(1) Juan García Atienza: 'Guía de la España mágica', Ediciones Martínez Roca, S.A., 1981, página 13.
(2) Antonio Herrera Casado: 'El románico de Guadalajara', Aache Ediciones de Guadalajara, S.L., 2ª edición, 2003, páginas 188-189.
(3) Ángel Almazán de Gracia: 'Guía templaria de Guadalajara', Aache Ediciones, 2012, páginas 129-131.

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