El caballero de la cruz paté




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La noche del 13 de julio de 1187, un joven caballero se deslizó, aún a riesgo de despeñarse, por la muralla oeste de Jerusalén, la Ciudad Santa. Junto a una de las torres, amparado por la oscuridad, un sargento disfrazado de guerrero musulmán, aguardaba vigilante con dos caballos fuertemente sujetos de las bridas. Para amortiguar el sonido de los cascos, evitando así alertar a los centinelas enemigos, el sargento había tomado la precaución de forrarlos con trapos.

No muy lejos de allí, miles de hogueras delataban la presencia del formidable ejército musulmán que había puesto sitio a la ciudad. Echando un último vistazo a Jesuralén -el joven caballero, emocionado, no pudo contener las lágrimas- los prófugos pusieron rumbo a la costa, donde les esperaba un barco que había de trasladarles al puerto francés de La Rochelle, una de las bases marítimas más importantes de la Orden del Temple.

Una vez allí, como constaba en el manuscrito firmado de puño y letra por el Gran Maestre, los hermanos de la Orden deberían de proveerle, sin escatimar en gastos, de todo lo necesario para continuar viaje a España, donde, en un lugar fronterizo entre la zona cristiana y aquella otra ocupada por el invasor musulmán, debería hacer entrega de la sagrada reliquia que transportaba en un pequeño cofre, cuidadosamente guardado en lo más profundo de las alforjas.

Al día siguiente, poco después de amanecer, los ejércitos del sultán Saladino asaltaban las murallas, entrando a saco en la ciudad.

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Debido a la lentitud del transporte en aquélla época, los detalles de la caída de Jerusalén aún tardaron algún tiempo en llegar a la Santa Sede, así como a las principales cortes europeas. Tal era la magnitud de la catástrofe, que un profundo temor se apoderó de la cristiandad. No obstante Saladino, sabiendo que su triunfo había sido un éxito rotundo, decidió -haciendo gala de la clemencia habitual que le caracterizaba- ser generoso con los vencidos, entre los que se encontraba Guy de Lusignam, monarca de Jerusalén.

Sin embargo, su clemencia no se extendió a los 230 guerreros de élite, pertenecientes a la Orden del Temple, que habían caído prisioneros, a los que mandó ejecutar de inmediato.

Poco se sabe de los auténticos motivos que habían provocado en Saladino un odio tan profundo hacia ellos, pero todos en Occidente conocían su juramento de 'limpiar la tierra de esa orden impura'.

Asentados en Tierra Santa desde 1118, la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo -nombre con el que había sido concebida desde sus orígenes- había conquistado una fama notable protegiendo a los peregrinos que acudían a venerar los lugares en los que había vivido y muerto Nuestro Señor Jesucristo, para redención de la Humanidad.

Dirigidos por el noble Hughes de Payns, pronto comenzaron a ser conocidos y temidos por su destreza y su extraordinario valor en el combate. También por las excavaciones que realizaron en los antiguos establos del Templo de Salomón -lugar que les fue generosamente cedido por el rey Balduino- y el hermetismo tan absoluto en torno a sus actividades. Hermetismo, por otra parte, sobre el que no tardaron en forjarse multitud de leyendas, algunas de ellas no muy descaminadas de la verdad, que habrían de constituir su definitiva perdición algunos siglos más tarde.

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