Tras las huellas de los templarios por las montañas de Asturias
Antes de embarcarse en parte de
la aventura del Temple por el norte y el noroeste de la Península, quizás sea el momento oportuno de incidir, al
menos en la medida de lo posible, en la que quizás sea la más dramática y
controvertida búsqueda de su presencia por una de las provincias más hermosas y
a la vez más ignotas y misteriosas de esta vieja y malherida piel de toro que es la Península Ibérica: el Principado de
Asturias. Si uno de los infranqueables escollos con los que un investigador
tiene que hacer frente a esa naturaleza histórica validada por un pergamino de
época es, precisamente, la terrible escasez de éstos o, en su defecto, la
imposibilidad de acceder a las fuentes de consulta históricas existentes, en el
caso de Asturias y su provincia se puede decir, obviando el detalle de pecar de
exageración, que las fuentes relativas a los asentamientos templarios en la
región, son prácticamente nulas o inexistentes. Caben, entonces, dos opciones,
a cual más expedita: o decir, simple y llanamente, que el Temple se estableció
en el resto de la Península excepto en Asturias, o embarcarse en la ardua
aventura de recorrer sus valles y montañas, buscando rastros –generalmente
irreconocibles- siguiendo las pautas marcadas por ese persistente cantar del
pueblo, que son las leyendas y tradiciones. Lo más fácil y cómodo, posiblemente,
sería optar por lo primero: dado que, supuestamente, no hay fuentes escritas
que lo avalen, la opinión generalizada, y de hecho, la postura adoptada por la gran
mayoría de historiadores, no es otra que aquella encaminada a afirmar,
rotundamente, que no hubo templarios en Asturias. Y si por casualidad, surgiera
algún detalle o algún documento inesperado (1)
que pudiera suscitar cierta sospecha en ese sentido, inmediatamente se tilda a
la fuente de apócrifa o falsa. La persona conformista que piense así, no sólo
ganará tranquilidad y podrá dedicarse despreocupadamente a otros temas, que en
su derecho está, obviamente, al considerarlos más relevantes y de seguro, menos
complicados. Pero aquella persona, en modo alguno tranquila, inconformista y
sobre todo dispuesta a arriesgar tiempo y recursos, en la medida de sus
posibilidades, obviamente, por acercarse personalmente a perseguir a estos inusitados
fantasmas del pasado, estoy seguro de que tendrá una de las experiencias más
frustrantes pero a la vez más gratificantes y ricas de su vida.
Referencias, huellas,
indefinibles restos en algunos casos, que se acompañan de esas canciones del
pueblo que son las leyendas y las tradiciones y que en demasiadas circunstancias
conllevan el aliciente del entorno ancestral, propiciatorio y mágico al que
éstos fratres, y a la vez milites, es decir, esa mediática mezcla
medieval de místicos y guerreros, como ya los definiera muy acertadamente algún
autor en el pasado, solían aferrarse con una más que casual persistencia y que,
de hecho, corroboraría parte de ese universo esotérico que, sin caer en el
exceso y en la exageración, admiten como real algunos historiadores
mundialmente conocidos, como podría ser el caso de Ricardo de la Cierva (2).
No es casual, tampoco, como reconocen,
sobre todo historiadores e investigadores galos, como Oursel (3),
que ciertos nombres conlleven, en sus raíces, un recuerdo implícito de su
presencia, ofreciendo, siquiera sea subjetivamente y entre líneas, un sentido
funcional en cuanto al motivo y las características de su asentamiento. Tal es
así, que podría pensarse en términos de pautas y constantes, certeramente
comprobadas, sobre todo cuando se refieren a lugares situados estratégicamente,
sobre los que los templarios ejercían un férreo control. Dos buenos ejemplos de
ello, serían los topónimos La Guardia o La Torre, La Garde
o La Tour, respectivamente, a uno y otro lado de esa fantástica frontera
natural que son los Pirineos.
Tampoco es casual, que en las
cercanías de un probado o supuesto asentamiento templario, se localicen no sólo
restos de cultos anteriores, sino también santuarios dedicados a la figura
primordial de la Gran Diosa Madre o, dicho de otra manera, lugares de
veneración de Vírgenes Negras. Y que éstas, a la vez, lleven nombres
determinados como Espino, Encina, Carrasca –como se conoce en algunos lugares,
precisamente a la encina- o Acebo, determinando pistas que generalmente se pasan se por alto.
Poco o nada casuales son, así mismo, las pautas constructivas y el simbolismo que, como el camino de miguitas de pan del cuento, van conectando la presencia de determinados gremios, cuyo rastro se pierde entre una laberíntica red de montes y montañas y se recupera allende éstas, en provincias vecinas que, como León o Zamora, aún recuerdan, con más o menos precisión, la presencia de ésta fascinante orden militar en sus respectivos territorios. Torres, restos de construcciones militares, capillas de planta octogonal, santos y santos de especial, por no decir heterodoxa consideración, Cristos-relicarios que aún conservan arena que, una vez analizada, se confirma su procedencia como de Tierra Santa, incluso símbolos occitanos orgullosamente esculpidos en cabeceras de iglesias nos hablan de otra historia; una historia que permanece olvidada, durmiendo un sueño eterno mientras languidecen con el paso de los años, olvidadas en los cientos de pueblos y aldeas que cuelgan como luciérnagas en la difícil geografía de esta cuna de la Reconquista.
La Asturias templaria: la última frontera.
(1) Como ocurre, por ejemplo, con el caso de la iglesia segoviana de la Vera Cruz y el documento dirigido por el Papa (buscar referencia) a los templarios de Zamarramala
(2) Ricardo de la Cierva: ‘Templarios: la historia oculta’.
(3) ‘Peregrinos, hospitalarios y templarios’, texto de Oursel, fotografía de Zodiaque, Volumen 10 de la serie Europa Románica, Ediciones Encuentro, 1ª edición española, diciembre de 1986.(2) Ricardo de la Cierva: ‘Templarios: la historia oculta’.
Comentarios
Un besote.
Un abrazo.
Saludos,