El Santo Sudario de la Catedral de Oviedo
Fascinante, pero también
escurridizo y definitivamente controvertido, el tema de las santas reliquias no
sólo conlleva un importante movimiento espiritual y cultual, sino que además ha
generado, a lo largo de la historia, un efecto sociológico de primera magnitud,
despertando las acciones más elevadas pero también los más bajos instintos, hasta
el punto de generar lucrativos mercados que, aunque teóricamente prohibidos y
en algunos casos severamente castigados, han proporcionado a la Iglesia pingües
beneficios. Inevitable resulta, así mismo, que todas estas preciadas reliquias
repartidas entre toda la cristiandad, dieran lugar a profundos mitos y a las
más variadas y fantásticas leyendas, pues como bien ha dicho más de un
investigador, si se reunieran todas las reliquias que según las distintas
tradiciones pertenecieron fidedignamente a tal o cual santo, o a tal o cual
objeto, no debería sorprendernos que fueran sobradamente suficientes como para
reconstituir varias veces, si no el cuerpo entero del susodicho santo, sí la
parte correspondiente de éste, e igualmente ocurriría así con el objeto en
cuestión, siendo el más evidente, por la inmensa cantidad de fragmentos que
sobreviven en Occidente, la Vera Cruz.
Ahora bien, acercándonos a la materia que nos ocupa en la presente entrada, con
el mandylion o Santo Rostro, conocido en éste caso, como el Pañolón de Oviedo, podría decirse, que generalmente, este tipo
de reliquias han recibido siempre una denominación más poética y mundana, cuya
representación suele ser bastante frecuente en las temáticas artísticas de
distintas épocas y estilos, de manera que no es difícil tropezarnos con ella, bajo
la forma de escultura en piedra –pongamos como ejemplo, aquélla que todo el
mundo puede ver en la parte superior interna del pórtico de acceso al claustro
de la catedral de Segovia-, hasta cualquiera de los innumerables retablos
barrocos o renacentistas que colapsan la
geografía sagrada –metafóricamente hablando, por supuesto-, de nuestras
ermitas, iglesias, colegiatas o catedrales: el
Paño de la Verónica o simplemente, La
Verónica.
Por defecto, y dado que también históricamente no deja de ser
cierto, que los templarios fueron no sólo unos formidables guerreros, sino a la
vez, unos grandes recopiladores de reliquias, es inevitable relacionarlos,
siquiera hipotética e indirectamente, con ésta. Sobre todo, si tenemos en
cuenta su procedencia, el Arca Santa, y tomamos como base a esos misteriosos fratres que fueron sus custodios en la
cima del Monsacro, tal y como ya se apuntara en la entrada anterior. En
relación con ello, y como añadido complementario a una supuesta historia del objeto que nos ocupa, tal
vez resulte interesante la hipótesis de Carlos Galicia –interesantemente
resumida, aunque tildada de hábilmente manejada, por Juan Eslava Galán en su
obra El fraude de la Sábana Santa y las
reliquias de Cristo (1)-, según la cual, sus custodios edesinos, después de un accidentado viaje huyendo de los persas,
recalaron en Cartagena, donde la depositaron por algún tiempo bajo la custodia de
San Fulgencio, pasando con posterioridad a Toledo, en la persona custodia de
San Ildefonso, hasta la invasión musulmana de la Península, momento en el que
fueron rescatadas por el que sería
con posterioridad, el primer rey de la monarquía asturiana: Don Pelayo. Este
detalle conlleva, así mismo, otra interesante polémica, relacionada con la ruta
que siguieron los exiliados godos que se refugiaron en las montañas asturianas:
si bien, generalmente se acepta la denominada Ruta de las Reliquias que, pasando por diversos concejos, como
Quirós, Teverga y Morcín, finalizaba en la cima del Monsacro, no es menos
cierto que existen tradiciones, también bastante arraigadas, que hablan de una
ruta marítima, cuyo punto de desembarco es una hermosa ciudad costera, que curiosamente
lleva en el topónimo de su nombre dos interesantes referencias: Luarca. Y se
habla de dos referencias, porque en la primera, se nos recuerda el nombre de
uno de los grandes dioses del panteón celta, Lug; y en la segunda, la palabra arca, que vendría a hacer referencia, no precisamente a un arca o caja como las utilizadas para depositar los
objetos sagrados, sino como a esa otra forma de expresión con la que tanto los gallegos
como los asturianos, antiguamente, denominaban a ciertos monumentos
megalíticos: los dólmenes. Como un dolmen era, por añadidura, el que se supone
que había en el lugar en el que se levantó la ermita de planta octogonal de
Santiago –inicialmente, bajo la advocación de Nuestra Señora del Monsacro-, en parte de cuyo interior –ese hueco
conocido como el pozo de Santo Toribio-,
se depositó el venerado arcón.
Especulaciones y teorías aparte, lo cierto es
que causa impresión y cuando menos un estremecimiento, ver ese lienzo
parcialmente impregnado de hemoglobina, cuyo original se mantiene a buen
recaudo en la Cámara, detrás, precisamente, del Arca Santa. Pero que también –y
aquí, aunque sea de pasada, se podría hacer referencia a lo que en la Edad
Media se denominaba brandea o palliola, es decir, el proceso de
realización de copias por contacto con la original, recurso bastante utilizado,
por cierto, por algunos Papas, mediante el cual agasajaban o pagaban favores-,
cuenta con una reproducción del anverso y del reverso, colocadas a ambos lados
de la puerta neoclásica de acceso a la Cámara Santa.
(1) Juan Eslava Galán: 'El fraude de la Sábana Santa y las reliquias de Cristo', Editorial Planeta, S.A., 2ª edición, Barcelona, 1997, página 212.
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