Compostela y sus misterios: muchos, cuando llegan a Compostela, no tardan en descubrir, maravillados en ocasiones y estupefactos en otras, que más allá del motivo de su viaje, más allá incluso, de su carácter serio, canónico y aparentemente ortodoxo de santa ciudad de los caminos de peregrinación, Compostela es también un gran cuento, un cuento extraordinario, que a semejanza de los que la hermosa e inteligente Scherezade le contaba al desvelado y pérfido sultán, cuenta siempre con la inestimable ayuda de esa niñeras de la Historia, que en el fondo son las tradiciones y leyendas.
No es exagerado, tampoco, alegar que en Compostela todo gira prácticamente en torno a su catedral, objeto activo y pasivo que cuenta con la suficiente carga emocional, tanto para recargar las pilas del intrépido soñador como para mantener cautivo de la fe, a un mundo que todavía hoy, al cabo de dos mil años de crónicas, sucesos y necrológicas de la más diversa condición, continúa creyendo a pies juntillas en el milagro de la barca de piedra que trajo los restos del Apóstol Santiago de Palentina a Galicia, atravesando el anchuroso mar.
Del maestro Mateo, artífice del alabado y a la vez recientemente maquillado Pórtico de la Gloria, poco o nada se sabe, a excepción de que hasta tiempos relativamente cercanos los historiadores le consideraban un oscuro arquitecto de la corte del rey Fernando II de León y que dejó un estilo escultural a lo largo de las diferentes comunidades del antiguo reino de Galicia, bastante fácil de seguir, al que se conoce precisamente con su nombre: mateano.
Pero lo más extraño y a la vez, el elemento que entronca con una curiosa leyenda medieval, acerca de un templario enamorado y el origen de ese oscuro ídolo con forma de cabeza al que adoraban, el Baphomet, se localiza en otro de los pórticos de la catedral compostena: el Pórtico de Platerías, llamado así, precisamente porque antiguamente daba a la calle de los plateros.
Diseñado por el maestro Esteban, del que al menos se conoce su origen franco, su carácter proactivo puesto que tenía familia numerosa y su intervención, también, en la catedral de Pamplona, en éste pórtico, de entre todas sus rarezas –incluida una hermosa escultura del lujurioso rey David tocando el violín- una dama muerta, que recién acaba de parir la calavera que sostiene entre sus yertas manos, nos muestra lo que el pueblo, en forma de leyenda, refiere como los amores prohibidos y necrófilos de un caballero templario, perdidamente enamorado de la dama y el fruto de tan insana pasión, recogido nueve meses después: una calavera parlante –también se decía, que el Papa Silvestre II, al que apodaban el brujo, tuvo la suya- que conocía todos los secretos habidos y por haber.
Yo, como decía aquél mercenario francés al servicio de Enrique de Trastámara, Bertrand Du Guesclin, ni quito ni pongo rey, tan sólo sirvo a la tradición. Y si por tradición fuera, podría citarse también, según se comenta y rumorea, la misma acción llevada a cabo en el siglo XIX por el escritor romántico José Zorrilla, autor, entre otros, de textos realmente tan excelentes como ‘El estudiante de Salamanca’ y ‘El Diablo Mundo’.
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En ocasiones, seguir esas inciertas huellas que los caballeros templarios dejaron tras de sí, obliga, al investigador interesado a realizar extraños viajes y peculiares excursiones, viéndose en la necesidad de adentrarse en lugares remotos y solitarios, no exentos de riesgo, aunque de cualquier manera, repletos de belleza y de aventura.
Si algo he aprendido sobre ellos, durante estos arduos años siguiendo una sombra que se torna más escurridiza cuanto mayor es el empeño por perseguirla, es que, además de que eran unos auténticos expertos en ocultar, precisamente eso, sus huellas, solían, también, establecerse en los lugares más apartados y de difícil acceso, eligiéndolos –y no por casualidad, como iremos viendo- como hogar y morada ideales, dejándose llevar, en muchas ocasiones, por unos intereses y unas ambiciones, que cada día se nos antojan más ambiguas e incomprensibles.
Tal sería el caso, presumiblemente, de éstas apartadas ruinas, mal herido testimonio de lo que un día fuera el imponente monasterio de Santa María de Tina. Y no obstante, bien conocido por aquéllos peregrinos medievales, que elegían este duro Camino de la Costa, para evitar funestos encontronazos con las vanguardias musulmanas, que campeaban a sus anchas por Hispania, tanto la Ulterior como la Citerior.
Llegar hasta ellas significa, no obstante, introducirse en un entorno, que poco o nada ha cambiado desde aquellos remotos siglos, en los que el descubrimiento en Llibredón de los supuestos restos del apóstol Santiago, trajeron, como primera consecuencia, la reactivación de unos caminos que ya eran sagrados, milenios antes de que las augustas legiones romanas trazaran sus calzadas por montes y valles en su empeño por doblegar a astures, galaicos, cántabros y vascos, siglos antes de que benedictinos, cistercienses, cambeadores, templarios y hospitalarios se desperdigaran por los puntos clave, haciendo posible la reapertura de un tráfico económico y cultural de primera magnitud, que había quedado estancado después de la caída del Imperio Romano de Occidente.
Situadas, aproximadamente, a dos o tres kilómetros del pueblecito asturiano de Pimiango, y a poco más de seis kilómetros de San Vicente de la Barquera y la frontera cántabra, su entorno ya resulta, no obstante, peculiarmente revelador, pues en las proximidades se localiza uno de los enclaves prehistóricos más sobresalientes del Principado de Asturias, como es la Cueva del Pindal, situada a la vera de unos acantilados de vértigo, sobre los que se abate, con toda la fuerza de su enorme magnitud, uno de los mares más singulares y significativos, cuyas aguas todavía arrastran multitud de leyendas: el Mar Cantábrico.
Derruido el monasterio, hasta el punto de considerarse una empresa imposible la acometida de su reconstrucción y situadas en pleno corazón del monte, a escasos metros de distancia de unos acantilados de vértigo, que en algunos puntos de este tramo costero dieron lugar a los tradicionales ‘bufones’ –el agua marina asciende furiosamente por los socavados interiores de la roca, produciendo un ruido similar a un monumental bramido- y a multitud de leyendas asociadas, sus ruinas, parcialmente tomadas al asalto por una exuberante vegetación que las confiere ese aspecto de melancólico romanticismo, que tanto le gustaba al genial arquitecto catalán, Antoni Gaudí, guardan infinidad de misterios en su contemplativo silencio.
El lugar, un bosque de los denominados antiguos, parte de esa remota España de la que se decía que una ardilla podía recorrerla de punta a punta, deslizándose a través de las ramas de sus árboles, es un lugar, sin duda hermoso, pero que a la vez impone.
Se supone, aunque sólo se mantienen algunas tradiciones, poco o nada aceptadas por la ortodoxia oficial, que este monasterio perteneció a los templarios, como se ha dicho, y algunas circunstancias, también comentadas –estar situado en las inmediaciones de un lugar de culto antiguo, la propia soledad del mismo y la asistencia al peregrino- así parecen corroborarlo.
Todavía, a principios del siglo XX, como así se constata en un artículo de un miembro de la Real Academia de la Historia, José F. Menéndez, publicado en el Boletín de la Sociedad Española de Excursiones en diciembre de 1927, los peregrinos que se aventuraban a hacer el Camino de la Costa y recalaban en este fantástico lugar –ya en ruinas- tenían, sin embargo, ocasión de ver y orar ante la antigua imagen románica de la Virgen de Tina: precisamente, la misma que se custodia, a cal y canto, en la cercana ermita de San Emeterio, en cuya cercanía se levanta el moderno Centro de Interpretación de la cueva prehistórica del Pindal.
Según lo que nos cuenta este erudito –que por apellido, podría ser tocayo- había dos imponentes estatuas románicas, de piedra, a ambos del pórtico principal de acceso al templo, que los lugareños habían considerado, desde tiempos inmemoriales, como las estatuas de dos caballeros templarios. Dichas estatuas, que posiblemente fueran representaciones de dos santos, fueron trasladadas al Museo del Prado, de Madrid, para su restauración.
Y ya fuera por los avatares de la Guerra Civil o porque alguien las consideró interesantes, nunca más se volvió a saber nada de ellas, aunque es de suponer que se conserven, incluso descatalogadas y completamente olvidadas, en los almacenes subterráneos del museo, donde se supone que hay una inmensa cantidad de tesoros artísticos, de todos y cada uno de los lugares de España, durmiendo su sueño eterno.
Actualmente, también son muchos los peregrinos que eligen este duro camino –denominado de varias formas: del Cantábrico, de la Costa, Camino Inglés, etc- y no es difícil observar su arribada a puertos que ya venían acogiéndolos desde tiempos inmemoriales, como Castro-Urdiales, Santoña, San Vicente de la Barquera o Llanes.
También, sin duda motivadas por la reactivación de los diferentes caminos a Santiago, las autoridades locales han habilitado los tramos que recorren esta parte de la costa, donde se asientan tan nostálgicas y románticas ruinas.
Sin duda, todo un acierto, pues, como ya se ha dicho, el entorno no sólo es privilegiado, sino que además ofrece multitud de atractivos, sobre todo a los amantes de la aventura y la naturaleza.
Fuera o no de templarios este monasterio, les aseguro que merece la pena embarcarse en la aventura de descubrirlo, dejándose llevar por la magia tan particular, que emana de un lugar que todavía conserva buena parte de su antiguo esplendor.
Vídeo Relacionado:
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Otro
motivo para ejercitar libremente el derecho a la especulación, como hacíamos en
la entrada anterior sobre ese posible recuerdo de una nave templaria utilizado
como motivo decorativo en una loza del siglo XV procedente de Reus, Tarragona,
podemos encontrarlo en un interesante cuadro de un maestro alemán, Michael
Wolgemut, también de los siglos XIV-XV, que lleva por título Retrato de Levinus Memminger. El autor,
al parecer, procedente de Nüremberg –ciudad famosa, entre otras cosas, por los
monumentales desfiles nazis y por haber sido allí, en consecuencia, donde los
Aliados decidieron celebrar los juicios en los que se juzgó a muchos de los
principales jerarcas nacionalsocialistas que no consiguieron huir ni suicidarse
tras la caída de Berlín en 1945-, realizó la obra hacia el año 1485,
presumiblemente por encargo. Memminger fue un personaje real. Y según los
escasos datos que circulan sobre él, al menos por la Red, desempeñó, curiosamente,
el oficio de juez, también en ésta misma ciudad de Nüremberg. A pesar de su
juventud, y de fallecer relativamente joven –el deceso se produjo en 1493-, se
sabe que formó parte del Gran Consejo de la ciudad y que fue, además, un gran
protector de las Artes. Su identificación fue posible, según las fuentes,
porque fue él quien encargó el altar de Santa Catalina de la iglesia de San
Lorenzo, donde, así mismo, sale retratado. Y esto no deja de ser interesante,
porque, sin abandonar nunca ese recurso de la especulación tan conveniente –de la
misma manera que el escritor utiliza el amparo de la ficción para dar carácter
de verosimilitud a la trama de su novela-, se podría afirmar que ambos santos
formaban parte de ese santoral templario que, por su simbolismo asociado, se
podría considerar como convenientemente adaptado y adoptado a los intereses
heterodoxos de la Orden.
Santa Catalina, inseparable de la rueda –no habría que
meditar mucho, para ver, entre otras asociaciones simbólicas, una referencia a
otro de los elementos asociados a la Diosa, como es la rueca-, la espada de
justicia –símbolo que define al caballero y único elemento que, por lo general,
se suele encontrar en muchas lápidas anónimas que cubrían las sepulturas de
caballeros templarios-, y la cabeza cortada del rey –que recuerda, no sólo al baphomet, sino también ese poder tan
extraordinario que tuvieron los templarios, hasta el punto de saberse,
históricamente, que fueron capaces de decirle a más de un rey aquélla famosa
frase de que: reinarás mientras seas
justo-, y San Lorenzo, cuya estrecha relación con el Santo Grial –según la
leyenda, aquél que puso a buen recaudo tras la caída de Roma frente a la
conquista de los bárbaros de Alarico en el siglo IV, que fuera ocultado durante
mucho tiempo en el monasterio oscense de San Juan de la Peña y definitivamente
trasladado a la catedral de Valencia, después de pasar, entre otros lugares por
la Aljafería de Zaragoza, en tiempos del rey Martín el Humano-, tema del que ya
Chrétien de Troyes y Wolfram von Eschembach, los describían como custodios del
Grial.
Del cuadro, un pequeño lienzo de 33 x 22 cms., destaca, sobre todo, el
interesante escudo que aparece en el lado superior izquierdo, un poco por
encima de la cabeza de Memminger, parcialmente oculta por una capucha de color
negro, acorde con la túnica que lleva, posiblemente derivada de su atavío como
juez; éste, se mantiene de perfil, apoyado sobre el alféizar de una ventana –quizás
un balcón-, en cuya perspectiva trasera y a través de otra ventana, se aprecian
dos halcones –tal vez dos azores-, sobrevolando una ciudad, que seguramente sea
la Nüremberg medieval de la época. De su estado y posición social, pueden dar
debida constancia los anillos que se aprecian en sus manos. El escudo, al
parecer del propio Memminger, es, de hecho, todo un auténtico beaucéant, al que se ha añadido, también
con los colores blanco y negro, un aspa o cruz de San Andrés, reseña o enseña
que, según algunos investigadores, como Andrew Collins, lucieran las fuerzas
templarias que al mando de Pierre d’Aumont participaron en la famosa batalla de
Bannockburn, luchando junto a las tropas escocesas de Robert Bruce que tenían
enfrente al ejército inglés de Eduardo II. A ambos lados del escudo, se
aprecian dos leones, que, como se recordará, era éste, el león, el único animal
que les estaba permitido cazar.
Por último, añadir que Michael Wolgemut, fue
un artista notable en su época y maestro de Alberto Durero.
También disponible en Steemit: https://steemit.com/spanish/@juancar347/levinus-memminger-un-caballero-templario-del-siglo-xv
Continuando con el mundo de las
anécdotas y amparándome en ese privilegio que proporciona siempre aquél eterno
burlón que es el genio inquisitivo de la especulación, y de manera similar a
como en la entrada anterior exponía esa, cuando menos curiosa circunstancia,
relativa a la coincidencia de los colores ajedrezados del estandarte de
Almanzor, los mismos que con posterioridad adoptaron los caballeros templarios
para su famoso beauceant, no deja de
sorprenderme el hallazgo de una no menos intrigante loza o plato, que no hace
mucho tiempo descubrí casualmente, cuando husmeaba como un sanguino hurón –en
realidad, iba buscando ciertos detalles relativos a determinados maestros
flamencos, ajenos, cuando menos y que yo sepa, a la Orden del Temple y su
mediática historia-, deambulando prácticamente en solitario por los claroscuros
de unas salas inusualmente silenciosas y con apenas visitantes para ser un día festivo, situadas en el
corazón de ese osario histórico-artístico a gran escala que es el Museo
Arqueológico Nacional de Madrid. La loza, no obstante los pormenores
desconocidos de su vida –si tal expresión puede aplicarse a un objeto, aun con
permiso de los psicometristas y el
sentido común, que aporta el carbono 14, aun sin ser definitivo-, estaba
en bastante buen estado, teniendo en cuenta los cerca de seis siglos de
venerable longevidad que, según la etiqueta situada también dentro de la
vitrina que la contenía, manifestaba, de igual manera que el carnet de
identidad lo hace con una persona, aunque sin especificar día, mes y año de
nacimiento pero sí ese detalle de ambigua eternidad que conlleva siempre y bajo
mi punto de vista, la palabra siglo. En efecto, fechada, pues, en el siglo XV y
siendo su procedencia la localidad tarraconense de Reus (1), el plato destaca por
mostrar un motivo, que siempre, especulativamente hablando, no lo olvidemos, recuerda –y en este
caso tan particular del tema que nos ocupa, nunca mejor recibida la palabra
recuerdo-, la posible pervivencia, cuando menos en la memoria popular, de una
Orden del Temple, que aunque disuelta un siglo antes, aproximadamente,
sobrevivió no sólo como Orden de Cristo en la vecina Portugal del rey Don
Leonís, sino también en la clandestinidad, luciendo sus símbolos las carabelas
hispano-lusas que adentrándose en esa terrible Mar Océana arribaron al Nuevo
Mundo, derribando, de paso y para siempre, el temido tabú del Non Plus Ultra, generando multitud de
leyendas, con mayor o menor fondo de veracidad, planteando, así mismo,
preguntas que todavía no han sido satisfactoriamente explicadas por los
historiadores modernos, como la procedencia de los mapas de Cristóbal Colón y
el destino de la flota templaria que, como se sabe, consiguió zafarse
espectacularmente de las garras del rey francés Felipe IV el Hermoso, poniendo a buen recaudo el supuesto y exhorbitante tesoro de la Orden.
(1) No olvidemos, que el Temple tuvo, según parece, una importante presencia en Tarragona, como lo demuestran sus huellas en lugares como Barberá de Conca, Vallfogona o el santuario de Bell-Lloc, en Santa Coloma de Queralt.
Covarrubias es un pozo de sorpresas. No sólo como parte fundamental de esa al-qila sarracena o los castillos, palabra de la que probablemente derive el término de Castilla y que define un elemento primordial en ese legítimo afán por recuperar una posición perdida en buena parte por los defectos de una nobleza, la visigoda, que invitaron al agareno poco menos que a desfilar triunfalmente ante las puertas abiertas de un pueblo cansado de regicidios, violaciones, facciones encontradas, traiciones y derechos pisados por los cascos de los caballos, pero que a la vez parió los primeros conceptos de un sentido pensamiento nacionalista, que llevaría al nacimiento de héroes y situaciones, que aún cargadas de exagerada y conveniente propaganda -Deus lo vult-, lograron que historia y leyenda se fusionaran, hasta conseguir las más inmortales de las épicas. Tal es el caso del conde Fernán González y las veraces confrontaciones -verdaderos thrillers de aquélla Baja Edad Media-, que protagonizó luchando a brazo partido -poco más o menos, a como lo haría ocho siglos después el guerrillero contra los invasores franceses- contra el califato de Córdoba, siendo, por aquél entonces, el mismísimo diablo a batir un personaje que ha pasado a la historia -por lo menos, a la cristiana-, como el azote de Dios: Almanzor.
Difícil resulta, llegados a este punto, no pasar por el desfiladero de la Yecla, situado a una treintena de kilómetros, aproximadamente de Covarrubias, y no imaginarse, siguiera parado unos minutos en el arcén, a los guerreros fernandinos apostados entre las peñas esperando la llegada en perfecta formación de los escuadrones de caballería agarenos, ondeando al viento dos singulares estandartes: el del Califato cordobés, verde y mostrando algunas suras sagradas del Corán -muy similar a los conquistados en batallas, como la de las Navas de Tolosa-, y otro que, sorprendentemente, muestra un ajedrezado en blanco y negro, el estandarte de Almanzor, que un siglo después, constituiría, a su vez, el estandarte o beauceant, de una orden religioso militar, la de los caballeros templarios, que tuvieron, también, sus precedentes en los antiguos ribbats sarracenos. Ambos estandartes -en realidad, una réplica, como todas las armas medievales realizadas a escala- se pueden ver en Covarrubias, en el torreón de Fernán González, situado, todo sea dicho, a escasos metros de una colegiata donde, tras un vistazo detenido a alguno de sus elementos, no costaría mucho especular con inquietantes presencias, en un momento de la historia en la que, tras la pérfida maniobra del rey francés, Felipe el Hermoso, un sueño religioso-militar estaba desapareciendo del mundo, cuando menos oficialmente. En fin, curiosidades de la Historia.
Se les
conoce más por su faceta romántica del aguerrido soldado de Cristo; es decir,
por conjuntar, a través de una hábil maniobra política, promovida por Bernardo
de Claraval, las funciones, a priori, incompatibles, del monje y del guerrero.
Esta faceta, evidentemente, es la que más atrae y por defecto, la que más
pasiones despierta y más adeptos crea hoy en día. Pero también, formando una
parte muy importante de su constitución y de su leyenda, no hemos de olvidar,
que fueron además, agricultores y ganaderos, llegando a poseer –tampoco hay que
olvidarlo nunca-, extensas zonas de labor y pastoreo, gracias a cuyas rentas y
frutos, fueron capaces de afrontar los enormes gastos que suponían la
manutención y el mantenimiento de sus fuerzas en Ultramar. O si se prefiere,
del ejército templario de Tierra Santa. Al contrario que otros países como
Francia –y esto es algo, por mucho que nos cueste decirlo y admitirlo, que el
historiador o el investigador deben agradecer al rey Felipe el Hermoso-, España
no posee un censo fiable con todas las propiedades que la Orden del Temple tuvo
y retuvo, hasta su definitiva disolución a principios del siglo XIV, mientras
que allende los Pirineos, prácticamente la totalidad de sus bienes están
perfectamente censados y documentados. Los pocos censos oficiales que existen en
nuestro país –calcados unos de otros y con invitación a tedio y aburrimiento de
butaca-, son aquellos manifiestamente de índole tomasiana –documento al canto o no ha lugar-, que, aun con alguna
errata, se utilizan, sin embargo, con inaudita obstinación para negar a
posteriori aquello en lo que la tradición insiste y en muchas ocasiones, las
huellas parecen indicar. Tal es el caso de Ávila en su conjunto, y en el estudio
que nos ocupa, de Arévalo en particular. Difícil resulta aceptar, sabiendo el
papel destacado que tuvieron durante la Reconquista y la preferencia de los
reyes a no poner en manos de los nobles, por lo general, levantiscos a
retaguardia, los prolegómenos relativos a la repoblación de los territorios
conquistados, que éstos, es decir, los caballeros templarios y por defecto las
órdenes militares, no hubieran tenido una presencia más activa en estos
lugares, ricos, inclusive, por el fuerte atractivo histórico de culturas
precedentes que, como es sabido y cuando menos en el caso del Temple, gozaban
de su interés. Sospechoso, así mismo, es el detalle de que, mientras sí que
existen referencias a la presencia de otras órdenes –como la del Hospital de
San Juan de Jerusalén, orden teóricamente rival, que al final se quedó con
buena parte de las posesiones templaras-, la documentación escrita permanece
obstinadamente muda en cuanto a ellos se refiere. Aun así, no deja de haber
detalles que, si bien en conjunto hemos de considerar desde un punto de vista
subjetivo, no por ello debemos dejar pasar.
No sería la primera vez, que entre
los templos que les pertenecieron, se diera la circunstancia de colaborar o de
admitir como mano de obra a alarifes musulmanes. El caso más destacable, lo
tendríamos en la iglesia de San Salvador de Toro –que cumpliría otra de las
premisas asociadas no pocas veces con los enclaves templarios, como es la de
estar a escasos metros de la antigua judería-, por encima de cuya portada
todavía se conserva un escudo con la cruz patada de la Orden. En Arévalo, una
de las iglesias que llama poderosamente la atención, sobre todo por su
imponente aspecto de iglesia-fortaleza, es la de San Miguel; iglesia que, por
cierto, disimulada y confeccionada en ladrillo cerca del tejaroz, presenta, en
uno de sus dos óculos, una cruz paté perfectamente definida. Interesante, por
añadidura, sería la cruz patada y roja que se aprecia coronando el globo que
sostiene en su mano el Cristo-Pantocrátor, de las magníficas pinturas del siglo
XII que se conservan en la cabecera de la cercana iglesia de Santa María la
Mayor. Cruz, por cierto, muy semejante a la que se puede ver en las alteradas
pinturas de una no menos enigmática iglesia, con fama de, como es la de San Vicente de Serrapio, en el concejo
asturiano de Aller. Pero sin duda, la que más invitaciones apunta a la
especulación, la más impresionante y que se localiza, aproximadamente, a dos
kilómetros de Arévalo, en una finca particular, es La Lugareja, exquisitez, que aunque ha llegado bastante alterada a
nuestros días, merece una entrada aparte.
Musa
de escritores y poetas, noble y melancólicamente recogida a la vera del Duero,
Soria, como Teruel, comparten algo más, después de todo, que una existencia tradicionalmente puesta en
duda por el aparente desinterés gubernamental y derivado de éste, cuando menos
hasta tiempos relativamente recientes, una carencia vital de infraestructuras:
el gran protagonismo histórico que tanto en una como en otra provincia, jugaron
en el pasado las órdenes militares. Tanto es así, que en lo que a Soria capital
se refiere –dejando aparte las numerosas tradiciones relacionadas, de
continente y contenido y escasas fuentes documentales-, al menos hay dos
lugares de los que no se duda, si bien, como veremos, hay alguna opinión
encontrada: los monasterios de San Polo y de San Juan de Duero.
Atribuidos a templarios y sanjuanistas, respectivamente, cabe señalar, sin
embargo, que con respecto a éste último existen disquisiciones –quizás Gustavo
Adolfo Bécquer supiera algo más, cuando situó en el Monte de las Ánimas su tenebrosa e internacional leyenda-,
la sospecha de que antes de que se levantaran esos maravillosos y únicos arcos
del románico español que conforman su claustro –a éste respecto, se puede
mencionar la interesante hipótesis de Javier Martínez de Aguirre (1), relativa
a que su supuesto claustro pudo ser una idea innovadora del anónimo Magister Muri, evocadora del Sepulchrum Domini de Jesuralén-,
relativas a que esa humilde ermita que aparentemente los caballeros
hospitalarios recibieron en tiempos del rey Alfonso VIII –recordemos que fueron
precisamente ellos, los que escoltaron a su futura esposa, Leonor de
Inglaterra, descansando de su viaje en la encomienda que éstos tenían en
Hortezuela, de la que apenas se conserva hoy en día la iglesia, muy
modificada, sobre cuyo sencillo pórtico de entrada todavía se puede observar un
escudo con una cruz de Malta o de Ocho Beatitudes-, pudiera haber pertenecido
anteriormente a los caballeros templarios. Instalados éstos al otro lado del
puente medieval, y cerrando el monasterio de San Polo –actualmente, de
propiedad privada y en vías de rehabilitación-, el camino a la esotérica ermita
de San Saturio, Patrón de la ciudad, de su recuerdo –todavía vívido en
aquéllos tiempos en que en San Polo apenas moraba Ginés de Lara, al que se
considera el último templario y que, según el escritor y teósofo extremeño
Mario Roso de Luna, desapareció misteriosamente en lo más recóndito de esa enigmática
Sierra de la Demanda burgalesa-, se conserva, igualmente ligado a una
fantástica leyenda recogida por una autoridad en la materia, Rafael Alarcón
Herrera (2), un magnífico Cristo gótico, situado en la cabecera del templo de
San Juan de Rabanera. Un templo éste –situado casi enfrente de la Diputación
Provincial y al final de esa curiosa calle de Caballeros, que desciende de las
alturas donde se localizan el templo de la Virgen del Espino y el cementerio
municipal-, que a pesar de su apariencia, debe la mayoría de sus elementos
–incluida la magnífica portada; pudiera ser que también el pozo, elemento de
evocaciones celtas pero peligroso para los jugadores del emblemático Juego de la Oca, e incluso ese
determinante enlosado que circunda la entrada principal de la iglesia, donde
tal vez les enfants de Maître Jacques,
firmaran con la señal característica de su antiguo y misterioso gremio: la pata
de oca-, a la cercana y defenestrada iglesia de San Nicolás, de la que sólo se
conservan algunos restos, entre los que milagrosamente han sobrevivido unas
pinturas románicas –actualmente mejor protegidas, más vale tarde que nunca-,
que muestran el asesinato del arzobispo de Canterbury, tema relacionado, a
su vez con el Temple, si hemos de creer la afirmación del escritor y periodista
Piers Paul Read (3), de que a los asesinos se les conmutó la pena de muerte a
cambio de servir con los templarios en Tierra Santa; lo que era, después de
todo, una ejecución en toda regla. Llegados a este punto y puestos en antecedentes,
no debería sorprendernos que entre lo que no está en su sitio y todo aquello
que por circunstancias desconocidas –aunque, generalmente, poco claras- terminó
en esos insondables limbos del escamoteo y del olvido, figuren, especialmente,
esos continentes de heterodoxia que son las Vírgenes románicas y también las
góticas. Admítase tal afirmación o no, lo cierto es que Soria es prolífica en
este tipo de imágenes, la mayoría de las cuales se acompañan de su
correspondiente certificado de origen, denominado éste, leyenda y tradición,
donde el pueblo –por mucha incultura que se le haya querido atribuir a lo largo
de la Historia-, ha sabido mantener, no obstante, unos símbolos de identidad
que se remontan, cuando menos, a aquellos tiempos en que los genes celtíberos
apuntaban hacia las ubres de unas deidades que, después de todo, ni romanos, ni
visigodos, ni sarracenos ni tampoco misioneros cristianos consiguieron del todo
domeñar.
El Temple no fue ajeno a este
ambiente; y de hecho, previsiblemente, en muchos casos de milagrosa aparición
de Virgen negra, la larga sombra de las capas de sus caballeros anduvo
sospechosamente detrás. También es cierto, que muchas de las imágenes marianas
de esa febril actividad artística –en muchos casos atribuida descaradamente a
San Lucas, que no al carpintero más famoso, aparte de Noé, que fue el propio
San José-, han desaparecido misteriosamente, siendo las causas realmente más
humanas que sobrenaturales: los chamarileros avispados –y que conste, que no
señalo en dirección a la Maragatería, que España, nos guste o no, es país de arrieros-;
el judío errante (4) –que en algún lado figura, que lo vieron en muchas
ocasiones rondar el Camino de Santiago e incluso entrar en la catedral, vaya
Vd. a saber con qué intenciones-, la francesada –que invadir países y hacer la
guerra pa ná…-, los hijos furibundos
de la Desamortización –Mendizábal, ego
non te absolvo- o, por qué no decirlo, el conspicuo padre Ángel de la época, que se sacó unos durillos…supongamos, en
buena ley, que para dar de comer a los pobres o arreglar el tejadillo de la
ermita, o apurando lo inapurable, el ricacho egoísta, ególatra y caprichoso,
que por no compartir, no comparte ni los buenos días con esa legión de Dios
que, después de todo, es el pueblo llano. Sea como sea, y de una manera
desconcertante, si recientemente me sorprendió la aparición vía legalitas et subasta de una genuina
talla románica que perteneció al monasterio de San Pedro de las Montañas, en
Cangas del Narcea, Asturias, mucho más aún, si cabe, fue mi sorpresa al entrar
en este templo de San Juan de Rabanera y encontrar una talla mariana, hermosa y
fantástica, que a ojo de buen cubero –un cordón, sin embargo, impedía traspasar
el límite de ese sancta-sanctorum que es el altar-, parecía genuinamente
original. La sorpresa fue aumento, evidentemente, cuando, al preguntar por el
nombre o advocación de la talla, se me dice: ‘es la Virgen del Espino’. A lo que, lógicamente estupefacto,
agrego: ‘pero será una copia, ¿no?, porque,
según tengo entendido, si ésta imagen es, supuestamente, la que figuraba allí
arriba, en la iglesia que lleva su nombre, consta como que se perdió en un
incendio’. Reconozco, que la respuesta me dejó KO: ‘No. Ha estado guardada cien años en una caja de seguridad’. Vivir
para ver. Como decía al principio, Soria es prolífica no sólo en imágenes
marianas, sino también, en imágenes marianas con ésta específica advocación.
Hasta el punto, de que, si repasamos un pequeño censo espinar, observaremos que junto a ésta, figuran la de la catedral
de El Burgo de Osma, talla que está tradicionalmente hermanada con la de Barcebal –a pesar de las diferencias existentes
entre ambas, cuenta la tradición que ambas tallas salieron de la misma madera
de espino- pequeño pueblecito que se encuentra, aproximadamente, a mitad de
camino entre El Burgo de Osma y Ucero y el Cañón del Río Lobos, y por supuesto,
situados ya en esas Tierras Altas, que tanta historia y tantos secretos
albergan todavía, no podemos olvidar a aquélla otra –negra, negrísima, hijas de
Jerusalén-, cuya mirada, hierática, no quita ojo a esos formidables tapices,
cuya réplica podemos entrever en televisión, cada vez que Su Majestad el Rey
recibe a los candidatos del Gobierno y en otras ceremonias de similar pompa y
circunstancia. Dicho esto, queda plantearse una espinosa cuestión: ¿hemos de
suponer, que nuestras más preciadas reliquias, están regresando a casa por
Navidad?. Y ya que se menciona, ¿por qué no aprovechar la ocasión para
desearos, estimados amigos y lectores, una muy Feliz Navidad y que la pasión
por el Temple reparta suertes, que secretos y huellas quedan todavía a montones
en esas vías de ensueño que son nuestros pueblos y caminos?. Lo dicho: Feliz
Navidad.
Non nobis Domine, non nobis sed Nomine Tuo da Gloriam.
(2) Rafael Alarcón Herrera: en cualquiera de su extensa y prolífica obra, podremos encontrar referencias tanto a éste Cristo de San Polo o Cristo Cillerero, como a la presencia del Temple en la provincia de Soria. Baste citar, como ejemplo: A la sombra de los templarios, La otra España del Temple, La última Virgen Negra del Temple.
(3) Piers Paul Read: 'Los Templarios, monjes y guerreros', Ediciones B, S.A., 1ª edición, marzo de 2010.
(4) Tal vez fuera el mismo que se frotó las manos e hizo un negocio redondo, sacando de extraperlo las insuperables pinturas de San Baudelio de Berlanga.
Este blog ha sido honrado con el premio Dardos, gracias a la gentileza de Carlos, cuyo blog Rincones de Viaje (clickar en la imagen) es todo un referente, que os animo a visitar. Muchas gracias
Cornatel - León
Manjarín - León
Encomienda Templaria de Frei Tomás
Ponferrada
Castillo Templario
Ponferrada
Caballero Templario
Monsacro: ermita de Santiago
Óleo de Nati Torres
¿Un reloj solar templario?
Juan García Atienza: In Memoriam
'Observando la Realidad con los ojos abiertos,mirando nuestro entorno sin la indiferencia de quien se cree de vuelta de todas las preguntas, teniendo el valor de inquirir y de aventurar, aunque nos equivoquemos. Señalando con el dedo lo que vemos, sin ignorarlo, sin tapujos y sin reticencias ante lo que, en apariencia, rompe el ritmo de lo aceptado y nos introduce en la aventura que lleva a lo desconocido'.
Aunque los pueblos se abandonen y se pierdan, no permitas que su memoria se olvide y se pierda también. Desde estas páginas de La España de los Templarios, te animo a compartir esos recuerdos, esas leyendas, costumbres y tradiciones, para que esa ancestral cultura popular tenga la oportunidad de preservarse como la parte fundamental de nuestra Historia que es. Por eso, amig@, agradeceré cualquier testimonio que tengáis a bien realizarme. Si os animáis, mi correo de contacto es: juancar347@gmail.com
Los amigos de la Verdad son aquellos que la buscan y no aquellos que presumen de poseerla (Anónimo)
Villalcázar de Sirga 2 - Palencia
Villalcázar de Sirga 3 - Palencia
Cabeza-relicario de San Saturio
Puentedey, 10 Agosto 2009
Biota (Zaragoza): iglesia de San Miguel
Cruz Paté
Toledo, tienda de artesanía
Caballeros Templarios
LIBROS RECOMENDADOS
El próxima día 2 de junio, la Editorial Nowtilus pondrá a la venta el nuevo libro del prolífico escritor Xavier Musquera: 'Ocultismo Medieval: los secretos de los maestros constructores. Claves y ritos de las primeras logias masónicas medievales'. Xavier forma parte de esa generación especial de investigadores, pioneros en la que podríamos denominar como la España mistérica, junto a Juan García Atienza, sentando las bases de una escuela de investigación de la que se han nutrido posteriores generaciones de investigadores. Autor de libros como 'La espada y la cruz' o 'Los Cátaros', entre otros muchos títulos, su nueva obra augura un apasionante viaje por el Medievo, revelando, de paso, numerosos detalles y claves para comprender uno de sus más fascinantes misterios: el de los gremios y asociaciones de canteros que sembraron el Occidente con auténticas obras de Arte, como así evidencian la inmensa cantidad de templos y catedrales que han sobrevivido hasta nuestros días, y cuyo origen se pierte en la noche de los tiempos. Una obra que, no me cabe duda, sorprenderá; y lo que es más importante, generará la curiosidad del lector, induciéndole el deseo a profundizar aún más, si cabe, en el tema.
La aventura de los templarios en España
Autor: Xavier Musquera. Ediciones Nowtilus, S.L. Primera Edición, Abril 2006. Excelente libro en el que el autor, Xavier, ofrece al lector un fascinante recorrido por la España templaria; se agradecen la profusión de fotografías y la amenidad del texto. El título original de la obra, es 'La espada y la cruz'. Recomendado a todos aquellos que quieran indagar sobre el terreno las huellas dejadas en la Península por tan fascinante orden de monjes-guerreros.
'Cuando se viaja en pos de un objetivo, es muy importante prestar atención al Camino. El Camino es el que nos enseña la mejor forma de llegar y nos enriquece mientras lo estamos cruzando' (Paulo Coelho)