sábado, 24 de octubre de 2020

La leyenda del templario enamorado



Compostela y sus misterios: muchos, cuando llegan a Compostela, no tardan en descubrir, maravillados en ocasiones y estupefactos en otras, que más allá del motivo de su viaje, más allá incluso, de su carácter serio, canónico y aparentemente ortodoxo de santa ciudad de los caminos de peregrinación, Compostela es también un gran cuento, un cuento extraordinario, que a semejanza de los que la hermosa e inteligente Scherezade le contaba al desvelado y pérfido sultán, cuenta siempre con la inestimable ayuda de esa niñeras de la Historia, que en el fondo son las tradiciones y leyendas.



No es exagerado, tampoco, alegar que en Compostela todo gira prácticamente en torno a su catedral, objeto activo y pasivo que cuenta con la suficiente carga emocional, tanto para recargar las pilas del intrépido soñador como para mantener cautivo de la fe, a un mundo que todavía hoy, al cabo de dos mil años de crónicas, sucesos y necrológicas de la más diversa condición, continúa creyendo a pies juntillas en el milagro de la barca de piedra que trajo los restos del Apóstol Santiago de Palentina a Galicia, atravesando el anchuroso mar.



Del maestro Mateo, artífice del alabado y a la vez recientemente maquillado Pórtico de la Gloria, poco o nada se sabe, a excepción de que hasta tiempos relativamente cercanos los historiadores le consideraban un oscuro arquitecto de la corte del rey Fernando II de León y que dejó un estilo escultural a lo largo de las diferentes comunidades del antiguo reino de Galicia, bastante fácil de seguir, al que se conoce precisamente con su nombre: mateano.



Pero lo más extraño y a la vez, el elemento que entronca con una curiosa leyenda medieval, acerca de un templario enamorado y el origen de ese oscuro ídolo con forma de cabeza al que adoraban, el Baphomet, se localiza en otro de los pórticos de la catedral compostena: el Pórtico de Platerías, llamado así, precisamente porque antiguamente daba a la calle de los plateros.



Diseñado por el maestro Esteban, del que al menos se conoce su origen franco, su carácter proactivo puesto que tenía familia numerosa y su intervención, también, en la catedral de Pamplona, en éste pórtico, de entre todas sus rarezas –incluida una hermosa escultura del lujurioso rey David tocando el violín- una dama muerta, que recién acaba de parir la calavera que sostiene entre sus yertas manos, nos muestra lo que el pueblo, en forma de leyenda, refiere como los amores prohibidos y necrófilos de un caballero templario, perdidamente enamorado de la dama y el fruto de tan insana pasión, recogido nueve meses después: una calavera parlante –también se decía, que el Papa Silvestre II, al que apodaban el brujo, tuvo la suya- que conocía todos los secretos habidos y por haber.



Yo, como decía aquél mercenario francés al servicio de Enrique de Trastámara, Bertrand Du Guesclin, ni quito ni pongo rey, tan sólo sirvo a la tradición. Y si por tradición fuera, podría citarse también, según se comenta y rumorea, la misma acción llevada a cabo en el siglo XIX por el escritor romántico José Zorrilla, autor, entre otros, de textos realmente tan excelentes como ‘El estudiante de Salamanca’ y ‘El Diablo Mundo’.



AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual y por lo tanto, están sujetos a mis Derechos de Autor.



jueves, 22 de octubre de 2020

Tras las huellas del Temple en Pimiango, Asturias: las misteriosas ruinas del monasterio de Santa María de Tina



En ocasiones, seguir esas inciertas huellas que los caballeros templarios dejaron tras de sí, obliga, al investigador interesado a realizar extraños viajes y peculiares excursiones, viéndose en la necesidad de adentrarse en lugares remotos y solitarios, no exentos de riesgo, aunque de cualquier manera, repletos de belleza y de aventura.



Si algo he aprendido sobre ellos, durante estos arduos años siguiendo una sombra que se torna más escurridiza cuanto mayor es el empeño por perseguirla, es que, además de que eran unos auténticos expertos en ocultar, precisamente eso, sus huellas, solían, también, establecerse en los lugares más apartados y de difícil acceso, eligiéndolos –y no por casualidad, como iremos viendo- como hogar y morada ideales, dejándose llevar, en muchas ocasiones, por unos intereses y unas ambiciones, que cada día se nos antojan más ambiguas e incomprensibles.



Tal sería el caso, presumiblemente, de éstas apartadas ruinas, mal herido testimonio de lo que un día fuera el imponente monasterio de Santa María de Tina. Y no obstante, bien conocido por aquéllos peregrinos medievales, que elegían este duro Camino de la Costa, para evitar funestos encontronazos con las vanguardias musulmanas, que campeaban a sus anchas por Hispania, tanto la Ulterior como la Citerior.



Llegar hasta ellas significa, no obstante, introducirse en un entorno, que poco o nada ha cambiado desde aquellos remotos siglos, en los que el descubrimiento en Llibredón de los supuestos restos del apóstol Santiago, trajeron, como primera consecuencia, la reactivación de unos caminos que ya eran sagrados, milenios antes de que las augustas legiones romanas trazaran sus calzadas por montes y valles en su empeño por doblegar a astures, galaicos, cántabros y vascos, siglos antes de que benedictinos, cistercienses, cambeadores, templarios y hospitalarios se desperdigaran por los puntos clave, haciendo posible la reapertura de un tráfico económico y cultural de primera magnitud, que había quedado estancado después de la caída del Imperio Romano de Occidente.



Situadas, aproximadamente, a dos o tres kilómetros del pueblecito asturiano de Pimiango, y a poco más de seis kilómetros de San Vicente de la Barquera y la frontera cántabra, su entorno ya resulta, no obstante, peculiarmente revelador, pues en las proximidades se localiza uno de los enclaves prehistóricos más sobresalientes del Principado de Asturias, como es la Cueva del Pindal, situada a la vera de unos acantilados de vértigo, sobre los que se abate, con toda la fuerza de su enorme magnitud, uno de los mares más singulares y significativos, cuyas aguas todavía arrastran multitud de leyendas: el Mar Cantábrico.



Derruido el monasterio, hasta el punto de considerarse una empresa imposible la acometida de su reconstrucción y situadas en pleno corazón del monte, a escasos metros de distancia de unos acantilados de vértigo, que en algunos puntos de este tramo costero dieron lugar a los tradicionales ‘bufones’ –el agua marina asciende furiosamente por los socavados interiores de la roca, produciendo un ruido similar a un monumental bramido- y a multitud de leyendas asociadas, sus ruinas, parcialmente tomadas al asalto por una exuberante vegetación que las confiere ese aspecto de melancólico romanticismo, que tanto le gustaba al genial arquitecto catalán, Antoni Gaudí, guardan infinidad de misterios en su contemplativo silencio.



El lugar, un bosque de los denominados antiguos, parte de esa remota España de la que se decía que una ardilla podía recorrerla de punta a punta, deslizándose a través de las ramas de sus árboles, es un lugar, sin duda hermoso, pero que a la vez impone.



Se supone, aunque sólo se mantienen algunas tradiciones, poco o nada aceptadas por la ortodoxia oficial, que este monasterio perteneció a los templarios, como se ha dicho, y algunas circunstancias, también comentadas –estar situado en las inmediaciones de un lugar de culto antiguo, la propia soledad del mismo y la asistencia al peregrino- así parecen corroborarlo.



Todavía, a principios del siglo XX, como así se constata en un artículo de un miembro de la Real Academia de la Historia, José F. Menéndez, publicado en el Boletín de la Sociedad Española de Excursiones en diciembre de 1927, los peregrinos que se aventuraban a hacer el Camino de la Costa y recalaban en este fantástico lugar –ya en ruinas- tenían, sin embargo, ocasión de ver y orar ante la antigua imagen románica de la Virgen de Tina: precisamente, la misma que se custodia, a cal y canto, en la cercana ermita de San Emeterio, en cuya cercanía se levanta el moderno Centro de Interpretación de la cueva prehistórica del Pindal.



Según lo que nos cuenta este erudito –que por apellido, podría ser tocayo- había dos imponentes estatuas románicas, de piedra, a ambos del pórtico principal de acceso al templo, que los lugareños habían considerado, desde tiempos inmemoriales, como las estatuas de dos caballeros templarios. Dichas estatuas, que posiblemente fueran representaciones de dos santos, fueron trasladadas al Museo del Prado, de Madrid, para su restauración.



Y ya fuera por los avatares de la Guerra Civil o porque alguien las consideró interesantes, nunca más se volvió a saber nada de ellas, aunque es de suponer que se conserven, incluso descatalogadas y completamente olvidadas, en los almacenes subterráneos del museo, donde se supone que hay una inmensa cantidad de tesoros artísticos, de todos y cada uno de los lugares de España, durmiendo su sueño eterno.



Actualmente, también son muchos los peregrinos que eligen este duro camino –denominado de varias formas: del Cantábrico, de la Costa, Camino Inglés, etc- y no es difícil observar su arribada a puertos que ya venían acogiéndolos desde tiempos inmemoriales, como Castro-Urdiales, Santoña, San Vicente de la Barquera o Llanes.



También, sin duda motivadas por la reactivación de los diferentes caminos a Santiago, las autoridades locales han habilitado los tramos que recorren esta parte de la costa, donde se asientan tan nostálgicas y románticas ruinas.



Sin duda, todo un acierto, pues, como ya se ha dicho, el entorno no sólo es privilegiado, sino que además ofrece multitud de atractivos, sobre todo a los amantes de la aventura y la naturaleza.



Fuera o no de templarios este monasterio, les aseguro que merece la pena embarcarse en la aventura de descubrirlo, dejándose llevar por la magia tan particular, que emana de un lugar que todavía conserva buena parte de su antiguo esplendor.



Vídeo Relacionado:



AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, como el vídeo que lo ilustra (excepto la música, reproducida bajo licencia de Youtube) son de mi exclusiva propiedad intelectual.


jueves, 27 de abril de 2017

Levinus Memminger: ¿un caballero templario del siglo XV?


Otro motivo para ejercitar libremente el derecho a la especulación, como hacíamos en la entrada anterior sobre ese posible recuerdo de una nave templaria utilizado como motivo decorativo en una loza del siglo XV procedente de Reus, Tarragona, podemos encontrarlo en un interesante cuadro de un maestro alemán, Michael Wolgemut, también de los siglos XIV-XV, que lleva por título Retrato de Levinus Memminger. El autor, al parecer, procedente de Nüremberg –ciudad famosa, entre otras cosas, por los monumentales desfiles nazis y por haber sido allí, en consecuencia, donde los Aliados decidieron celebrar los juicios en los que se juzgó a muchos de los principales jerarcas nacionalsocialistas que no consiguieron huir ni suicidarse tras la caída de Berlín en 1945-, realizó la obra hacia el año 1485, presumiblemente por encargo. Memminger fue un personaje real. Y según los escasos datos que circulan sobre él, al menos por la Red, desempeñó, curiosamente, el oficio de juez, también en ésta misma ciudad de Nüremberg. A pesar de su juventud, y de fallecer relativamente joven –el deceso se produjo en 1493-, se sabe que formó parte del Gran Consejo de la ciudad y que fue, además, un gran protector de las Artes. Su identificación fue posible, según las fuentes, porque fue él quien encargó el altar de Santa Catalina de la iglesia de San Lorenzo, donde, así mismo, sale retratado. Y esto no deja de ser interesante, porque, sin abandonar nunca ese recurso de la especulación tan conveniente –de la misma manera que el escritor utiliza el amparo de la ficción para dar carácter de verosimilitud a la trama de su novela-, se podría afirmar que ambos santos formaban parte de ese santoral templario que, por su simbolismo asociado, se podría considerar como convenientemente adaptado y adoptado a los intereses heterodoxos de la Orden.

Santa Catalina, inseparable de la rueda –no habría que meditar mucho, para ver, entre otras asociaciones simbólicas, una referencia a otro de los elementos asociados a la Diosa, como es la rueca-, la espada de justicia –símbolo que define al caballero y único elemento que, por lo general, se suele encontrar en muchas lápidas anónimas que cubrían las sepulturas de caballeros templarios-, y la cabeza cortada del rey –que recuerda, no sólo al baphomet, sino también ese poder tan extraordinario que tuvieron los templarios, hasta el punto de saberse, históricamente, que fueron capaces de decirle a más de un rey aquélla famosa frase de que: reinarás mientras seas justo-, y San Lorenzo, cuya estrecha relación con el Santo Grial –según la leyenda, aquél que puso a buen recaudo tras la caída de Roma frente a la conquista de los bárbaros de Alarico en el siglo IV, que fuera ocultado durante mucho tiempo en el monasterio oscense de San Juan de la Peña y definitivamente trasladado a la catedral de Valencia, después de pasar, entre otros lugares por la Aljafería de Zaragoza, en tiempos del rey Martín el Humano-, tema del que ya Chrétien de Troyes y Wolfram von Eschembach, los describían como custodios del Grial.

Del cuadro, un pequeño lienzo de 33 x 22 cms., destaca, sobre todo, el interesante escudo que aparece en el lado superior izquierdo, un poco por encima de la cabeza de Memminger, parcialmente oculta por una capucha de color negro, acorde con la túnica que lleva, posiblemente derivada de su atavío como juez; éste, se mantiene de perfil, apoyado sobre el alféizar de una ventana –quizás un balcón-, en cuya perspectiva trasera y a través de otra ventana, se aprecian dos halcones –tal vez dos azores-, sobrevolando una ciudad, que seguramente sea la Nüremberg medieval de la época. De su estado y posición social, pueden dar debida constancia los anillos que se aprecian en sus manos. El escudo, al parecer del propio Memminger, es, de hecho, todo un auténtico beaucéant, al que se ha añadido, también con los colores blanco y negro, un aspa o cruz de San Andrés, reseña o enseña que, según algunos investigadores, como Andrew Collins, lucieran las fuerzas templarias que al mando de Pierre d’Aumont participaron en la famosa batalla de Bannockburn, luchando junto a las tropas escocesas de Robert Bruce que tenían enfrente al ejército inglés de Eduardo II. A ambos lados del escudo, se aprecian dos leones, que, como se recordará, era éste, el león, el único animal que les estaba permitido cazar.

Por último, añadir que Michael Wolgemut, fue un artista notable en su época y maestro de Alberto Durero.


También disponible en Steemit: https://steemit.com/spanish/@juancar347/levinus-memminger-un-caballero-templario-del-siglo-xv

jueves, 20 de abril de 2017

Loza de Reus con nave templaria


Continuando con el mundo de las anécdotas y amparándome en ese privilegio que proporciona siempre aquél eterno burlón que es el genio inquisitivo de la especulación, y de manera similar a como en la entrada anterior exponía esa, cuando menos curiosa circunstancia, relativa a la coincidencia de los colores ajedrezados del estandarte de Almanzor, los mismos que con posterioridad adoptaron los caballeros templarios para su famoso beauceant, no deja de sorprenderme el hallazgo de una no menos intrigante loza o plato, que no hace mucho tiempo descubrí casualmente, cuando husmeaba como un sanguino hurón –en realidad, iba buscando ciertos detalles relativos a determinados maestros flamencos, ajenos, cuando menos y que yo sepa, a la Orden del Temple y su mediática historia-, deambulando prácticamente en solitario por los claroscuros de unas salas inusualmente silenciosas y con apenas visitantes para ser un día festivo, situadas en el corazón de ese osario histórico-artístico a gran escala que es el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. La loza, no obstante los pormenores desconocidos de su vida –si tal expresión puede aplicarse a un objeto, aun con permiso de los psicometristas y el sentido común, que aporta el carbono 14, aun sin ser definitivo-, estaba en bastante buen estado, teniendo en cuenta los cerca de seis siglos de venerable longevidad que, según la etiqueta situada también dentro de la vitrina que la contenía, manifestaba, de igual manera que el carnet de identidad lo hace con una persona, aunque sin especificar día, mes y año de nacimiento pero sí ese detalle de ambigua eternidad que conlleva siempre y bajo mi punto de vista, la palabra siglo. En efecto, fechada, pues, en el siglo XV y siendo su procedencia la localidad tarraconense de Reus (1), el plato destaca por mostrar un motivo, que siempre, especulativamente hablando, no lo olvidemos, recuerda –y en este caso tan particular del tema que nos ocupa, nunca mejor recibida la palabra recuerdo-, la posible pervivencia, cuando menos en la memoria popular, de una Orden del Temple, que aunque disuelta un siglo antes, aproximadamente, sobrevivió no sólo como Orden de Cristo en la vecina Portugal del rey Don Leonís, sino también en la clandestinidad, luciendo sus símbolos las carabelas hispano-lusas que adentrándose en esa terrible Mar Océana arribaron al Nuevo Mundo, derribando, de paso y para siempre, el temido tabú del Non Plus Ultra, generando multitud de leyendas, con mayor o menor fondo de veracidad, planteando, así mismo, preguntas que todavía no han sido satisfactoriamente explicadas por los historiadores modernos, como la procedencia de los mapas de Cristóbal Colón y el destino de la flota templaria que, como se sabe, consiguió zafarse espectacularmente de las garras del rey francés Felipe IV el Hermoso, poniendo a buen recaudo el supuesto y exhorbitante tesoro de la Orden.


(1) No olvidemos, que el Temple tuvo, según parece, una importante presencia en Tarragona, como lo demuestran sus huellas en lugares como Barberá de Conca, Vallfogona o el santuario de Bell-Lloc, en Santa Coloma de Queralt.

jueves, 13 de abril de 2017

Covarrubias, Almanzor y los colores del Temple


Covarrubias es un pozo de sorpresas. No sólo como parte fundamental de esa al-qila sarracena o los castillos, palabra de la que probablemente derive el término de Castilla y que define un elemento primordial en ese legítimo afán por recuperar una posición perdida en buena parte por los defectos de una nobleza, la visigoda, que invitaron al agareno poco menos que a desfilar triunfalmente ante las puertas abiertas de un pueblo cansado de regicidios, violaciones, facciones encontradas, traiciones y derechos pisados por los cascos de los caballos, pero que a la vez parió los primeros conceptos de un sentido pensamiento nacionalista, que llevaría al nacimiento de héroes y situaciones, que aún cargadas de exagerada y conveniente propaganda -Deus lo vult-, lograron que historia y leyenda se fusionaran, hasta conseguir las más inmortales de las épicas. Tal es el caso del conde Fernán González y las veraces confrontaciones -verdaderos thrillers de aquélla Baja Edad Media-, que protagonizó luchando a brazo partido -poco más o menos, a como lo haría ocho siglos después el guerrillero contra los invasores franceses- contra el califato de Córdoba, siendo, por aquél entonces, el mismísimo diablo a batir un personaje que ha pasado a la historia -por lo menos, a la cristiana-, como el azote de Dios: Almanzor.

Difícil resulta, llegados a este punto, no pasar por el desfiladero de la Yecla, situado a una treintena de kilómetros, aproximadamente de Covarrubias, y no imaginarse, siguiera parado unos minutos en el arcén, a los guerreros fernandinos apostados entre las peñas esperando la llegada en perfecta formación de los escuadrones de caballería agarenos, ondeando al viento dos singulares estandartes: el del Califato cordobés, verde y mostrando algunas suras sagradas del Corán -muy similar a los conquistados en batallas, como la de las Navas de Tolosa-, y otro que, sorprendentemente, muestra un ajedrezado en blanco y negro, el estandarte de Almanzor, que un siglo después, constituiría, a su vez, el estandarte o beauceant, de una orden religioso militar, la de los caballeros templarios, que tuvieron, también, sus precedentes en los antiguos ribbats sarracenos. Ambos estandartes -en realidad, una réplica, como todas las armas medievales realizadas a escala- se pueden ver en Covarrubias, en el torreón de Fernán González, situado, todo sea dicho, a escasos metros de una colegiata donde, tras un vistazo detenido a alguno de sus elementos, no costaría mucho especular con inquietantes presencias, en un momento de la historia en la que, tras la pérfida maniobra del rey francés, Felipe el Hermoso, un sueño religioso-militar estaba desapareciendo del mundo, cuando menos oficialmente. En fin, curiosidades de la Historia. 


viernes, 17 de febrero de 2017

¿Pero hubo alguna vez templarios en Arévalo?


Se les conoce más por su faceta romántica del aguerrido soldado de Cristo; es decir, por conjuntar, a través de una hábil maniobra política, promovida por Bernardo de Claraval, las funciones, a priori, incompatibles, del monje y del guerrero. Esta faceta, evidentemente, es la que más atrae y por defecto, la que más pasiones despierta y más adeptos crea hoy en día. Pero también, formando una parte muy importante de su constitución y de su leyenda, no hemos de olvidar, que fueron además, agricultores y ganaderos, llegando a poseer –tampoco hay que olvidarlo nunca-, extensas zonas de labor y pastoreo, gracias a cuyas rentas y frutos, fueron capaces de afrontar los enormes gastos que suponían la manutención y el mantenimiento de sus fuerzas en Ultramar. O si se prefiere, del ejército templario de Tierra Santa. Al contrario que otros países como Francia –y esto es algo, por mucho que nos cueste decirlo y admitirlo, que el historiador o el investigador deben agradecer al rey Felipe el Hermoso-, España no posee un censo fiable con todas las propiedades que la Orden del Temple tuvo y retuvo, hasta su definitiva disolución a principios del siglo XIV, mientras que allende los Pirineos, prácticamente la totalidad de sus bienes están perfectamente censados y documentados. Los pocos censos oficiales que existen en nuestro país –calcados unos de otros y con invitación a tedio y aburrimiento de butaca-, son aquellos manifiestamente de índole tomasiana –documento al canto o no ha lugar-, que, aun con alguna errata, se utilizan, sin embargo, con inaudita obstinación para negar a posteriori aquello en lo que la tradición insiste y en muchas ocasiones, las huellas parecen indicar. Tal es el caso de Ávila en su conjunto, y en el estudio que nos ocupa, de Arévalo en particular. Difícil resulta aceptar, sabiendo el papel destacado que tuvieron durante la Reconquista y la preferencia de los reyes a no poner en manos de los nobles, por lo general, levantiscos a retaguardia, los prolegómenos relativos a la repoblación de los territorios conquistados, que éstos, es decir, los caballeros templarios y por defecto las órdenes militares, no hubieran tenido una presencia más activa en estos lugares, ricos, inclusive, por el fuerte atractivo histórico de culturas precedentes que, como es sabido y cuando menos en el caso del Temple, gozaban de su interés. Sospechoso, así mismo, es el detalle de que, mientras sí que existen referencias a la presencia de otras órdenes –como la del Hospital de San Juan de Jerusalén, orden teóricamente rival, que al final se quedó con buena parte de las posesiones templaras-, la documentación escrita permanece obstinadamente muda en cuanto a ellos se refiere. Aun así, no deja de haber detalles que, si bien en conjunto hemos de considerar desde un punto de vista subjetivo, no por ello debemos dejar pasar.

No sería la primera vez, que entre los templos que les pertenecieron, se diera la circunstancia de colaborar o de admitir como mano de obra a alarifes musulmanes. El caso más destacable, lo tendríamos en la iglesia de San Salvador de Toro –que cumpliría otra de las premisas asociadas no pocas veces con los enclaves templarios, como es la de estar a escasos metros de la antigua judería-, por encima de cuya portada todavía se conserva un escudo con la cruz patada de la Orden. En Arévalo, una de las iglesias que llama poderosamente la atención, sobre todo por su imponente aspecto de iglesia-fortaleza, es la de San Miguel; iglesia que, por cierto, disimulada y confeccionada en ladrillo cerca del tejaroz, presenta, en uno de sus dos óculos, una cruz paté perfectamente definida. Interesante, por añadidura, sería la cruz patada y roja que se aprecia coronando el globo que sostiene en su mano el Cristo-Pantocrátor, de las magníficas pinturas del siglo XII que se conservan en la cabecera de la cercana iglesia de Santa María la Mayor. Cruz, por cierto, muy semejante a la que se puede ver en las alteradas pinturas de una no menos enigmática iglesia, con fama de, como es la de San Vicente de Serrapio, en el concejo asturiano de Aller. Pero sin duda, la que más invitaciones apunta a la especulación, la más impresionante y que se localiza, aproximadamente, a dos kilómetros de Arévalo, en una finca particular, es La Lugareja, exquisitez, que aunque ha llegado bastante alterada a nuestros días, merece una entrada aparte. 


viernes, 16 de diciembre de 2016

San Juan de Rabanera y el enigma de la Virgen del Espino


Musa de escritores y poetas, noble y melancólicamente recogida a la vera del Duero, Soria, como Teruel, comparten algo más, después de todo, que una existencia tradicionalmente puesta en duda por el aparente desinterés gubernamental y derivado de éste, cuando menos hasta tiempos relativamente recientes, una carencia vital de infraestructuras: el gran protagonismo histórico que tanto en una como en otra provincia, jugaron en el pasado las órdenes militares. Tanto es así, que en lo que a Soria capital se refiere –dejando aparte las numerosas tradiciones relacionadas, de continente y contenido y escasas fuentes documentales-, al menos hay dos lugares de los que no se duda, si bien, como veremos, hay alguna opinión encontrada: los monasterios de San Polo y de San Juan de Duero. Atribuidos a templarios y sanjuanistas, respectivamente, cabe señalar, sin embargo, que con respecto a éste último existen disquisiciones –quizás Gustavo Adolfo Bécquer supiera algo más, cuando situó en el Monte de las Ánimas su tenebrosa e internacional leyenda-, la sospecha de que antes de que se levantaran esos maravillosos y únicos arcos del románico español que conforman su claustro –a éste respecto, se puede mencionar la interesante hipótesis de Javier Martínez de Aguirre (1), relativa a que su supuesto claustro pudo ser una idea innovadora del anónimo Magister Muri, evocadora del Sepulchrum Domini de Jesuralén-, relativas a que esa humilde ermita que aparentemente los caballeros hospitalarios recibieron en tiempos del rey Alfonso VIII –recordemos que fueron precisamente ellos, los que escoltaron a su futura esposa, Leonor de Inglaterra, descansando de su viaje en la encomienda que éstos tenían en Hortezuela, de la que apenas se conserva hoy en día la iglesia, muy modificada, sobre cuyo sencillo pórtico de entrada todavía se puede observar un escudo con una cruz de Malta o de Ocho Beatitudes-, pudiera haber pertenecido anteriormente a los caballeros templarios. Instalados éstos al otro lado del puente medieval, y cerrando el monasterio de San Polo –actualmente, de propiedad privada y en vías de rehabilitación-, el camino a la esotérica ermita de San Saturio, Patrón de la ciudad, de su recuerdo –todavía vívido en aquéllos tiempos en que en San Polo apenas moraba Ginés de Lara, al que se considera el último templario y que, según el escritor y teósofo extremeño Mario Roso de Luna, desapareció misteriosamente en lo más recóndito de esa enigmática Sierra de la Demanda burgalesa-, se conserva, igualmente ligado a una fantástica leyenda recogida por una autoridad en la materia, Rafael Alarcón Herrera (2), un magnífico Cristo gótico, situado en la cabecera del templo de San Juan de Rabanera. Un templo éste –situado casi enfrente de la Diputación Provincial y al final de esa curiosa calle de Caballeros, que desciende de las alturas donde se localizan el templo de la Virgen del Espino y el cementerio municipal-, que a pesar de su apariencia, debe la mayoría de sus elementos –incluida la magnífica portada; pudiera ser que también el pozo, elemento de evocaciones celtas pero peligroso para los jugadores del emblemático Juego de la Oca, e incluso ese determinante enlosado que circunda la entrada principal de la iglesia, donde tal vez les enfants de Maître Jacques, firmaran con la señal característica de su antiguo y misterioso gremio: la pata de oca-, a la cercana y defenestrada iglesia de San Nicolás, de la que sólo se conservan algunos restos, entre los que milagrosamente han sobrevivido unas pinturas románicas –actualmente mejor protegidas, más vale tarde que nunca-, que muestran el asesinato del arzobispo de Canterbury, tema relacionado, a su vez con el Temple, si hemos de creer la afirmación del escritor y periodista Piers Paul Read (3), de que a los asesinos se les conmutó la pena de muerte a cambio de servir con los templarios en Tierra Santa; lo que era, después de todo, una ejecución en toda regla. Llegados a este punto y puestos en antecedentes, no debería sorprendernos que entre lo que no está en su sitio y todo aquello que por circunstancias desconocidas –aunque, generalmente, poco claras- terminó en esos insondables limbos del escamoteo y del olvido, figuren, especialmente, esos continentes de heterodoxia que son las Vírgenes románicas y también las góticas. Admítase tal afirmación o no, lo cierto es que Soria es prolífica en este tipo de imágenes, la mayoría de las cuales se acompañan de su correspondiente certificado de origen, denominado éste, leyenda y tradición, donde el pueblo –por mucha incultura que se le haya querido atribuir a lo largo de la Historia-, ha sabido mantener, no obstante, unos símbolos de identidad que se remontan, cuando menos, a aquellos tiempos en que los genes celtíberos apuntaban hacia las ubres de unas deidades que, después de todo, ni romanos, ni visigodos, ni sarracenos ni tampoco misioneros cristianos consiguieron del todo domeñar.


El Temple no fue ajeno a este ambiente; y de hecho, previsiblemente, en muchos casos de milagrosa aparición de Virgen negra, la larga sombra de las capas de sus caballeros anduvo sospechosamente detrás. También es cierto, que muchas de las imágenes marianas de esa febril actividad artística –en muchos casos atribuida descaradamente a San Lucas, que no al carpintero más famoso, aparte de Noé, que fue el propio San José-, han desaparecido misteriosamente, siendo las causas realmente más humanas que sobrenaturales: los chamarileros avispados –y que conste, que no señalo en dirección a la Maragatería, que España, nos guste o no, es país de arrieros-; el judío errante (4) –que en algún lado figura, que lo vieron en muchas ocasiones rondar el Camino de Santiago e incluso entrar en la catedral, vaya Vd. a saber con qué intenciones-, la francesada –que invadir países y hacer la guerra pa ná…-, los hijos furibundos de la Desamortización –Mendizábal, ego non te absolvo- o, por qué no decirlo, el conspicuo padre Ángel de la época, que se sacó unos durillos…supongamos, en buena ley, que para dar de comer a los pobres o arreglar el tejadillo de la ermita, o apurando lo inapurable, el ricacho egoísta, ególatra y caprichoso, que por no compartir, no comparte ni los buenos días con esa legión de Dios que, después de todo, es el pueblo llano. Sea como sea, y de una manera desconcertante, si recientemente me sorprendió la aparición vía legalitas et subasta de una genuina talla románica que perteneció al monasterio de San Pedro de las Montañas, en Cangas del Narcea, Asturias, mucho más aún, si cabe, fue mi sorpresa al entrar en este templo de San Juan de Rabanera y encontrar una talla mariana, hermosa y fantástica, que a ojo de buen cubero –un cordón, sin embargo, impedía traspasar el límite de ese sancta-sanctorum que es el altar-, parecía genuinamente original. La sorpresa fue aumento, evidentemente, cuando, al preguntar por el nombre o advocación de la talla, se me dice: ‘es la Virgen del Espino’. A lo que, lógicamente estupefacto, agrego: ‘pero será una copia, ¿no?, porque, según tengo entendido, si ésta imagen es, supuestamente, la que figuraba allí arriba, en la iglesia que lleva su nombre, consta como que se perdió en un incendio’. Reconozco, que la respuesta me dejó KO: ‘No. Ha estado guardada cien años en una caja de seguridad’. Vivir para ver. Como decía al principio, Soria es prolífica no sólo en imágenes marianas, sino también, en imágenes marianas con ésta específica advocación. Hasta el punto, de que, si repasamos un pequeño censo espinar, observaremos que junto a ésta, figuran la de la catedral de El Burgo de Osma, talla que está tradicionalmente hermanada con la de Barcebal –a pesar de las diferencias existentes entre ambas, cuenta la tradición que ambas tallas salieron de la misma madera de espino- pequeño pueblecito que se encuentra, aproximadamente, a mitad de camino entre El Burgo de Osma y Ucero y el Cañón del Río Lobos, y por supuesto, situados ya en esas Tierras Altas, que tanta historia y tantos secretos albergan todavía, no podemos olvidar a aquélla otra –negra, negrísima, hijas de Jerusalén-, cuya mirada, hierática, no quita ojo a esos formidables tapices, cuya réplica podemos entrever en televisión, cada vez que Su Majestad el Rey recibe a los candidatos del Gobierno y en otras ceremonias de similar pompa y circunstancia. Dicho esto, queda plantearse una espinosa cuestión: ¿hemos de suponer, que nuestras más preciadas reliquias, están regresando a casa por Navidad?. Y ya que se menciona, ¿por qué no aprovechar la ocasión para desearos, estimados amigos y lectores, una muy Feliz Navidad y que la pasión por el Temple reparta suertes, que secretos y huellas quedan todavía a montones en esas vías de ensueño que son nuestros pueblos y caminos?. Lo dicho: Feliz Navidad.

Non nobis Domine, non nobis sed Nomine Tuo da Gloriam.

(1) http://pendientedemigracion.ucm.es/centros/cont/descargas/documento17148.pdf
(2) Rafael Alarcón Herrera: en cualquiera de su extensa y prolífica obra, podremos encontrar referencias tanto a éste Cristo de San Polo o Cristo Cillerero, como a la presencia del Temple en la provincia de Soria. Baste citar, como ejemplo: A la sombra de los templarios, La otra España del Temple, La última Virgen Negra del Temple.
(3) Piers Paul Read: 'Los Templarios, monjes y guerreros', Ediciones B, S.A., 1ª edición, marzo de 2010.
(4) Tal vez fuera el mismo que se frotó las manos e hizo un negocio redondo, sacando de extraperlo las insuperables pinturas de San Baudelio de Berlanga.