El Santo Cristo de Fisterra y Nuestra Señora de las Arenas
El mar y sus infinitos misterios.
Aquel que guarda y retiene, como el mayor banco de tesoros del mundo, y el que
a veces, inesperadamente, también comparte. Se convierte, entonces, en Magister Venerabilis, que sorprende a
las multitudes, seduciéndolas y atrapándolas con la magia de su sabia
benevolencia, depositando en la escuela natural de playas y costas, retazos de
sabiduría, muchos de los cuales no han de tardar en convertirse en verdaderos
objetos de culto y veneración. Todas las costas del mundo están repletas de
ellos, así como de oscuras historias que refieren la llegada de dioses –sean
éstos blancos o no-, portadores de una sabiduría y un conocimiento muy
especiales. Ahora bien, reduciendo tan trascendente cuestión, a esos mares que
bañan las brumosas y peligrosas costas de nuestro norte peninsular –no en vano,
conocidas como la Costa da Morte, al
menos desde el tramo que va desde A Coruña al Finis Terrae-, muchos son los objetos –en su mayoría, Vírgenes y
Cristos- que, encontrados casualmente en las playas, han alimentado la fe y la
superstición de las gentes humildes, convirtiéndose no sólo en vehículos de una
excepcional veneración, sino también, en vehículos portadores de milagros.
Uno de ellos, es este Santo
Cristo de Fisterra, también conocido como el Cristo da Barba Dourada, cuya
mediática presencia en uno de los lugares más paradigmáticos de un Camino
Mágico que ya era recorrido por los celtas y otros pueblos de la más remota
antigüedad hispana, hacen de él, en la fe supersticiosa de las gentes, una
figura eminentemente dotada del poder del Milagro, hasta el punto de contar con
una veneración extraordinaria. Cuenta la tradición, cuando no la leyenda -a pesar de ser una imagen del siglo XIV-,
que, al igual que numerosas vírgenes románicas célebres en la Península, fue
realizado por Nicodemus, personaje
relacionado, como José de Arimatea, con la Pasión y muerte de Cristo y por
supuesto, con las consiguientes y maravillosas leyendas medievales relativas al
Santo Grial. Era transportado, al parecer, en un barco, cuyos supersticiosos
marineros –me pregunto si el barco no sería inglés, y sus marineros más que
supersticiosos, eran protestantes- hubieron de echarla al mar, allá, en punta
Cabanas, con el fin de sortear un peligroso temporal y continuar viaje. Entre
la leyenda dorada de sus milagros, se cuenta la de la conversión de unos moros,
que habían desembarcado cerca de la iglesia de Santa María, con el fin de
saquearla. También se cuenta, que su
pelo y su barba crecen de manera milagrosa, como si estuviera vivo. Como se
aventuró en la anterior entrada, una réplica fue mandada hacer por el obispo
Vasco Pérez Mariño, cuando se hizo cargo de la sede episcopal de Orense.
Posiblemente, en mayor medida que otros venerables objetos de culto, dentro de la fenomenología mariana se recojan, con más frecuencia, el súbito y milagroso hallazgo de unas imágenes que, atribuidas en la mayoría de los casos, a las manos de evangelistas, como San Lucas o a relevantes apóstoles, como Santiago, Pedro y Pablo, se conviertan en cabezas visibles de fervores populares desmesurados, dando lugar, de paso, a formidables y hermosas leyendas. Tampoco parece casual, en opinión de muchos autores, que detrás de muchos de estos cultos, más que marianos, deberíamos de matizar, dedicados a la figura de Nuestra Señora, se localice una sospechosa cercanía templaria o cisterciense. El Camino, tampoco es ajeno a esta cuestión y dentro de la numerosa fenomenología que nos ofrece al respecto, dos de los mejores ejemplos lo tengamos en esa Santa María la Blanca, a cuyos milagros tan fervorosamente loaba el rey Alfonso X, y por supuesto, a aquélla otra, encontrada por los propios templarios en Ponferrada: Nuestra Señora de la Encina.
Dentro de que la marinería en general -y no olvidemos, que en Fisterra, el mar y las gentes están estrechamente vinculados-, existe una particular veneración por la figura de la Virgen del Carmen. Figura que, de hecho, tiene su capilla en ésta iglesia de Santa María de Fisterra. Pero hay otra imagen titular, situada en su ábside o cabecera, que no deja de ser intrigante y posiblemente, igual que el Cristo de Fisterra que acabamos de ver, tenga también unos orígenes inciertos y recuerde, de paso, a esa virgenciña rianxeira del cantar: Nuestra Señora de los Arenales. Dicen los expertos, que se trata de una talla del siglo XVI; una talla, que ha perdido el trono de sus antecesoras, aunque no su hieratismo; una talla, que aún de pie -no olvidemos las tallas similares que se encuentran en numerosos monasterios del Císter-, mantiene su hierática mirada, aunque, detalle curioso donde los haya, es una de las pocas imágenes marianas donde Madre e Hijo comparten un símbolo fundamental: la bola. Su manto es de color azul celeste, con algunos ribetes de rojo, recordando el color del manto que en principio llevaba su antagonista, María Magdalena, hasta que la Iglesia, sin duda cansada de una veneración que no veía con buenas ojos, lo sustituyó por el color rojo, más propio, en teoría de las pasiones humanas y más cerca, a la vez, de la consideración que siempre le han otorgado a aquélla que, según algunas fuentes, fue la compañera de Cristo. Y entre los detalles de sus dibujos o filigranas, no falta la emblemática flor de lis.
Sirva de colofón a la presente entrada, una magnífica imagen del Santiago Peregrino, del siglo XVII, que también se encuentra en el interior de la iglesia y es muy venerada por los peregrinos que se acercan a este tramo final de su Camino. Un tramo en el que, después de todo, el mar es protagonista y en muchas ocasiones, acerca a sus costas detalles de un humanismo, que la gente vulgar revaloriza y convierte en hermosas tradiciones y leyendas, que las generaciones asumen, sin duda, motivadas por la fe y una poética donde, después de todo, lo maravilloso suele ser la antesala del milagro.Digo esto, porque muchas de éstas imágenes tienen, probablemente un origen más cercano de lo que se supone, sabiéndose, por ejemplo, que los protestantes ingleses, en su persecución del catolicismo clásico de Roma, no sólo destruían muchos objetos de culto de tal índole, sino que también se deshacían de ellos, arrojándolos por la borda. Los casos son numerosos, tanto en las costas del Atlántico como del Cantábrico. Uno de los más famosos, quizás sea el de Luarca y una virgen actualmente desaparecida, encontrada en una gruta de sus impresionantes desfiladeros, aunque todavía se conserva, en lo más alto del retablo de la Virgen de la Blanca, su Patrona, una magnífica imagen de alabastro -otro comercio que tiene mucho que ver con el Camino y del que los ingleses sacaron buenos réditos-, representando una Santa Ana Triple.
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