Villalba de los Alcores: Santa María del Temple



Valladolid y su provincia, también fueron un pródigo feudo de templarios en tiempos, y aunque muy reformadas, e incluso bastante deterioradas en la actualidad, ofrecen, no obstante, algunas reliquias arquitectónicas que conservan, después de todo, un digno testimonio de interés y alientan a continuar buscando la sombra, alargada y terriblemente escurridiza, de tan notables caballeros. Uno de tales lugares, se localiza en la localidad de Villalba de los Alcores, así como en la bohemia estampa que presenta la semi arruinada iglesia de Santa María del Templo o del Temple.
Si bien parece ser que tanto templarios como hospitalarios compartieron protagonismo en ésta hermosa villa, desde la que se domina una magnífica extensión de los infinitos terrenos conocidos como la Tierra de Campos, Gonzalo Martínez Díez (1), jesuita y con notables licenciaturas en diversas universidades, nos comenta, en relación a ésta iglesia de Santa María del Templo, que fue cerrada al culto en el año 1818, quedando relegada al estado de simple ermita; en base a ello, debemos suponer, que por aquélla época, su estado debía de ser mucho más completo e imponente, que el que tiene en la actualidad. Supone también, y seguramente con razón, que ésta iglesia, así como otras heredades cercanas, debieron depender de la encomienda establecida en Ceínos de Campos, hasta que en 1334, una vez disuelta la Orden, el rey Alfonso XI, las donó a su primo don Juan Alfonso de Alburquerque, personaje singular que por entonces ejercía el importante cargo de alférez mayor del reino y de quien se dice que fue mandado envenenar por orden del rey Pedro I el Cruel. Una vez muerto, y después de no pocas vicisitudes relacionadas con su cadáver y su ataúd –de ahí, que sea conocido también por el apodo de el del ataúd-, recibió sagrada sepultura en el cercano monasterio de la Santa Espina.
Interesante advocación, ésta de la Santa Espina, que suele señalar, tanto simbólica como físicamente lugares en los que se ha detectado cierta influencia o asentamiento de índole templario en el pasado, independientemente de que a la vez defina una característica geográfica del terreno, que tal vez convenga señalar, antes de continuar comentando los pormenores relacionados con el templo a que se viene haciendo referencia, y que a la vez, se relacionan con una zona muy especial, en la que se localizan lugares bastante relevantes, y desde luego, no exentos de interés y antigüedad, determinados no sólo por valores estratégicos y militares, sino también, mucho más importante todavía, por factores culturales y sagrados de diversa índole y tradición.

 
Lugares como Urueña, la bien llamada Villa del Libro, por donde pasaba la calzada romana que unía Palencia con Zamora, con sus murallas medievales que se remontan al siglo XII, y más allá, extramuros, una de las joyas arquitectónicas no sólo más hermosa y desconcertante de la Península, sino también, reseña, probablemente, de ancestrales cultos a la figura primordial de la Magna Mater, convenientemente cristianizada: la iglesia de Nuestra Señora de la Anunciada. A cinco kilómetros de ésta, restos notables de ese magistral mozarabismo que fue dejando huellas de inequívoca magia geométrica en los templos que levantaba, y que tiene un genuino exponente del siglo X en el templo de San Cipriano, joya que hemos de situar en la vecina población de San Cebrián de Mazote. E incluso, a apenas dos, a lo sumo tres kilómetros de ésta Villa Alba o Villa Blanca de los Alcores, aunque hoy en día reconvertido en Lugar Arqueológico y Centro de Interpretación de la Naturaleza, quedan algunos restos del que fuera un importante cenobio de origen mozárabe, fundado por San Froilán en el siglo X: Santa María de Matallana. Un santo muy peculiar, este Froilán, en cuya historia no faltan esas referencias legendarias y tremendamente simbólicas, que probablemente nos señalen a un personaje equiparable a los grandes Maestros que, pontífices o no, como Santo Domingo de la Calzada y San Juan de Ortega, jalonaron el Camino de Santiago de lugares de particular interés. De este santo en particular, fundador de numerosos cenobios, cuenta la leyenda que se hacía acompañar de un lobo que, como castigo, le portaba los Libros Santos, trabajo que previamente hacía la mula –otro animal de gran simbolismo asociado- que mató y se comió. En la catedral de Lugo, hay una capilla a él dedicada, en cuyo magnífico retablo se pueden ver a los protagonistas de esta leyenda. O, dicho de otra manera, al Lobo como portador del Conocimiento. Basten estos datos, simplemente, para ambientar la importancia de esta zona de la inmensa Tierra de Campos, donde no podían faltar unos caballeros, que no sólo sobresalían por su bravura y eficacia –en todos los aspectos: religioso, militar, organizativo-, sino también por su más que casual debilidad por situarse en o a la vera de enclaves ricos en simbolismo y tradición, y a la vez fructíferos, pues es bien sabido que esta zona forma parte también de los inmensos graneros de Castilla.
Aun en su más que aparente ruina, la iglesia de Santa María del Templo ofrece, sin embargo, un digno testimonio, apenas comienzan a advertirse sus detalles, de esa sobria solidez que caracterizaba numerosos templos levantados o remodelados -no olvidemos, en este sentido, las cesiones y permutas-, por la Orden del Temple, en los que también parecía existir cierta concordancia con las características espirituales de los propios frates; es decir, se aprecia también en ellos, su carácter de templo y fortaleza, con predominio de los contrafuertes y los estrechos ventanales similares a saeteras. Aunque muy desgastados, por desgracia, los motivos ornamentales de sus canecillos, no obstante sobreviven algunos que, dentro de lo cabe, invitan a la especulación. Por ejemplo, resulta bastante sorprendente, la presencia, por encima del pórtico del lado norte, de dos canecillos que muestran sendos arbor vitae o árboles de la vida, el número de cuyas hojas o frutos, juega ya con una simbología bastante sugerente: el cinco y el siete. Número mágico por antonomasia éste último y número asociado, el cinco, no sólo con las cinco llagas o heridas de Cristo, sino también, con la figura de la Virgen. O mejor dicho, con aquélla figura con la que empezaba y terminaba su Religión: Nuestra Señora. Los barriles, que de alguna manera, recuerdan también el sentido griálico de contenido, similares, en esencia, a los calderos celtas, también constituyen un motivo recurrente en la temática que todavía se puede apreciar, así como la dualidad, determinada por otro canecillo, cercano al ábside, que muestra dos hombrecitos prácticamente unidos, recordando aquéllos lejanos inicios de pobreza y humildad, y uno de los sellos principales, aquél, precisamente, que mostraba a dos hermanos cabalgando un único caballo. Dos hermanos cabalgando el vehículo del Conocimiento. Pero también en el ábside, los canteros que levantaron este interesante templo, dejaron su firma en los sillares. Una firma de variada índole pero que, curiosamente, en algunas de las marcas, recuerda parte de aquéllas otras que se pueden observar, por docenas, en otro lugar muy particular, situado en pleno Camino de la Plata a su paso por la provincia de Zamora: el monasterio de Santa María de Moreruela.
Cabe resaltar, por último, que a pocos metros de la iglesia y mezcladas con construcciones modernas, sobreviven restos de edificaciones medievales, que muy bien pudieran haber pertenecido a aquéllos intrépidos caballeros del Temple que velaron armas en esta parte de la ciudad.
 
 
(1) Gonzalo Martínez Díez: 'Los templarios en los reinos de España', Editorial Planeta, S.A., 1ª edición: abril de 2001, página 125 y 126.

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